Hace unos días, María Elena mi esposa y yo recordábamos un acontecimiento ocurrido cuando estando recién casada mi segunda hija con José mi ahora yerno, nos invitaran a cenar a su casa, antes de pasar a la mesa, gustosos nos mostraron a detalle los avances de la conformación de su nuevo hogar, mi hija enfatizaba sobre los enseres de la cocina y la lavandería, José, sobre las instalaciones electrodomésticas, detalles estructurales de las habitaciones y el anteproyecto de lo que sería el área de esparcimiento; minutos después nos dispusimos a cenar y al llevarme a la boca el primer bocado, advertí la falta de sal, y mi hija, al percatarse de que iba solicitar el salero, se adelantó a decirme, que ella sabía que yo tomaba mis alimentos con una reducida cantidad del condimento, le sonreí en señal de aprobación, y mentalmente me felicité por contribuir a la mejora de los hábitos para cuidar la salud, aunque de antemano sabía, que ellos procuraban tener una excelente cultura nutricional.
Al término de la cena, hicimos un poco de sobremesa y mientras mi esposa los escuchaba con atención, yo abrí el baúl de los recuerdos, y me vi en igual circunstancia con María Elena mi esposa, hace ya un poco más de 46 años, cuando estando en el comedor de nuestro hogar dispuesto a devorar las delicias que cocina mi esposa, me percaté que se le había pasado de sal la comida, lo que de momento me causó un desagradable disgusto que no pude disimular, pero, que no pasó desapercibido para ella, quien, sin poderlo evitar, se puso a llorar desconsoladamente, situación que me causó un arrepentimiento inmediato, por lo que le pedí perdón, pero, el daño ya estaba hecho, así es que ameritaba un mayor esfuerzo de mi parte, por lo que me dispuse elaborar una carta, pensando que era una buena forma para sanar sus heridas emocionales, y he aquí, que la comparto con todos aquellas personas que aún conservan el romanticismo de ayer:
Amada mía.
Hoy recordé por unos instantes cuando estábamos recién casados.
El estímulo que me llevó a viajar por el tiempo fue el sentido del gusto.
¡Sí, has adivinado! La comida se saturó de sal, y la verdad,
aunque no fue muy agradable para mi paladar, lo fue para mi mente.
Evoqué tu imagen con aquel delantal, y aferrada tu preciada mano
al mango de la sartén, que por cierto, asomaba el uso diario que se le daba,
y la agresividad del fuego de la estufa que mi madre nos regalara
para iniciar ilusionados nuestra cálida vida de casados.
¡Qué felices y gratos recuerdos! Nada podrá borrarlos de mi memoria,
deseábamos todo, y nos conformábamos con tan poco,
lo que más importaba entonces era amarnos, fundirnos en un abrazo,
como si los dos quisiéramos protegernos de toda maldad insana,
retando a la adversidad, enfrentando el reto para salir airosos
de aquella nueva y maravillosa etapa de la vida matrimonial.
Divino precepto que une en sacramento en cuerpo y alma a los esposos,
que genera nueva vida, que es guía y fundamento del hogar con gozo,
que hace florecer en su seno a la sagrada familia que Dios dispuso.
Disculpa si mostré evidente e injusto enojo, tal vez, tardé en apreciar
el verdadero sabor de tu delicioso guiso, y olvidé por un momento,
que es la sal, la que le da el sabor a la vida.
“Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se hace insípida, ¿con qué se le volverá el sabor? Para nada sirve ya, sino para ser arrojada y pisada de las gentes.”(Mt.5:13)
(Dedicado a nuestros hijos María Elena y José)
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