Se asegura que los niños son curiosos por naturaleza, yo también lo fui, pero me di cuenta de que mi curiosidad era muy específica,  de pronto podía ir caminando por un sendero en donde abundaba la naturaleza, y sin saber por qué, me detenía frente a un viejo árbol, lo observaba detenidamente de abajo a arriba, y me preguntaba a mí mismo ¿De cuántas cosas no será testigo este árbol?  Después tocaba la gruesa y anfractuosa corteza, entonces le peguntaba al árbol ¿Cuántas cosas tuviste que enfrentar para lograr sobrevivir? Tu gruesa corteza, la firmeza de tu tronco, el abundante follaje que aún conservas, y tu gran altura, me dicen que eres un árbol sabio, me parece que toda la demás vegetación de tu entorno te respeta y se siente segura de estar cerca de ti; después, notaba que una suave brisa movía sus ramas, y lo interpretaba como si hubiera sido escuchado, entonces  lo abrazaba  y a pesar de la dureza de la corteza del tallo, me parecía como si se tratara de una suave piel que cedía a aquel gran apretón que le daba. Otras veces, por las tardes, subía las escaleras de madera que llegaban al tapanco de la casa de mis abuelos maternos, y al caminar por un pasillo estrecho elaborado también de madera, volteaba a la izquierda y apreciaba cómo se formaba un ángulo agudo entre el techo de lámina y el piso de madera, entonces  brincaba el barandal del pasillo y con sumo cuidado pisaba aquel piso, que poco a poco me obligaba a arrastrarme, hasta llegar a un espacio donde la lámina se separaba del piso sólo por 30 a 40 centímetros y sorpresivamente encontraba un gran tesoro, una tabla de madera, sobre la cual se extendía una plasta de higos, simulando una delgada tela, la tomé en mis manos y la acerque a mi nariz para oler la fragancia que despedía, haciendo que la boca se mi hiciera agua, pero como sabía que no era mía solo me atrevía a retirar algunos pedazos de la orilla, después la colocaba en el mismo sitio y con mucho sigilo me retiraba, para ello me intrigaba quién había puesto ese manjar en tan reducido espacio, entonces , un buen día me percaté que la abuela traía un canasto con higos y después de lavarlos los aplastó con sus dedos sobre una tabla, formando aquella plasta, disimulando un poco no hice comentario alguno, pero después seguí a mi abuela Isabel hasta el tapanco, y la vi realizar el mismo proceso para llegar a aquel lugar y dejar la tabla muy cerca del techo de lámina. Doña Chabela era de estatura baja y talle delgado, muy ágil para su edad, y realizaba aquella maniobra con facilidad. Cuando se secaban los higos, ella despegaba las orillas y hacía un rollo, lo cortaba en partes iguales y después de alguna comida especial, nos ofrecía el rollo de higo como postre. Como yo conocía su secreto, me pidió que no se lo contara a nadie, porque no faltaría quien se adelantara y se terminara el postre antes de llegar a la mesa.

Yo fui un niño curioso y ahora trato de ser un humilde narrador de aquellas fantásticas aventuras que pasé al lado de mis abuelos, que como los árboles viejos, estaban tan llenos de vigor y de sabiduría.