Los sueños de los niños, en ocasiones, se conforman de anhelos sencillos e inocentes; sueñan con tener aquel juguete que vieron en un aparador, o cuando lo tuvieron en sus manos, al ser invitados a jugar con un amigo, cuya situación económica de los padres le permitieron tener acceso al juguete de moda. Algunos otros niños, sueñan con alcanzar metas más sublimes y antes que pensar en juguetes, desean encontrar la paz que les devuelva su estabilidad emocional; en ambos casos, los niños no dejan de soñar en aquello que los haga feliz, y por extraño que parezca, ellos definen la felicidad de una manera muy concreta y simple.

En mi infancia conocí muchos niños que vivían soñando, que luchaban tanto durante la vigilia, como en el sueño, por alcanzar sus anhelos, no sé qué veían en mí que les inspiraba tal confianza, de tal manera, que me platicaban sus sueños y sus deseos; curiosamente, sus confesiones me animaban para contarles mi sueños y mis deseos, pero, al intentar hacerlo, ellos cambiaban de plática, entonces, guardaba todo lo que yo tenía que contar sobre lo que me inquietaba y me daba miedo; recuerdo que por ese motivo mis mejores amigos en la infancia, fueron un perro y un árbol. El perro era sumamente paciente y atento, lo pude comprobar, porque cuando percibía que mi estado de ánimo estaba deprimido, sin necesidad de llamarlo me seguía y se echaba a mi lado, cuando yo me recargaba sobre el grueso tronco de un árbol que estaba en medio del patio de nuestro hogar. El árbol era tan paciente y atento como el perro, calladamente asimilaba y atraía para sí las palabras de mi pensamiento, sobre todo, cuando el perro se quedaba dormido, y seguramente soñaba también en lo que más anhelaba.

Cuando llegué la adolescencia, me ocurrió lo mismo, parecía que atraía amigos que necesitaban tanto ser escuchados, por ello, destinamos un lugar y una hora para esas sesiones que resultaban terapéuticas. Para entonces ya no existía el perro que me seguía y escuchaba, ni el árbol paciente y solidario que dejaba que me recargara sobre su tronco. Curiosamente, de tanto callar lo que sentía y anhelaba, empecé a sentirme bien al escuchar a otros, que como yo sufrían.

Pasó el tiempo, y llegué a la juventud, y me di cuenta que tenía muy pocos amigos, pero, los pocos que se habían quedado a mi lado, tenían el don de saber escuchar; entre ellos, hubo uno que reconoció en mí lo que muchos otros no veían y jamás dudó de la sinceridad de nuestra amistad, por ello, pasó de ser mi amigo, a ser mi hermano, y cuando cumplió su misión en la tierra, se tuvo que marchar; entonces me refugié en mi silencio, y me dediqué a seguir escuchando a todo aquél que tuviera la necesidad de dejar salir el dolor que mortificaba a su alma.

Al llegar la madurez espiritual de los años de la adultez, me percaté de que ya era mi espíritu el que hablaba por mí, y que esto ocurría, porque todo lo que supuestamente había callado por tantos años, había sido escuchado por quien puede estar en todos lados y se puede hacer sentir de diversas formas, Nuestro amado salvador: Jesucristo.
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