Cuando mis padres lograron obtener un crédito para comprar una casa, les agradó una que estaba ubicada en una zona habitacional de reciente creación de nombre Colonia Libertad y que pertenecía al municipio de Guadalupe, Nuevo León, yo recelaba mucho a cambiar de domicilio, pues tendría que dejar a mis entrañables amigos de la calles Espinoza y Platón Sánchez y con los que solía jugar en la Plaza de la Luz; en fin, el peso de las opiniones de los hijos menores no cuentan en las decisiones de los padres , así es que no hubo más que acatar las órdenes. Cuando llegamos a la calle Sabinas 115 de la mencionada colonia, me parecía todo tan solitario, existían predios vacíos entre las casas, pero se me iluminó la cara de alegría cuando observé que precisamente, frente a lo que sería mi nuevo hogar se encontraba un cine, el cual se apreciaba casi nuevo, aunque no tenía muchos acabados finos, el nombre de la sala era “Cine Mundial” y era propiedad de Lalo González “El Piporro”. Esperé un par de semanas para ir a conocerlo, y un domingo fui con mis hermanos a una función de matiné; recuerdo que era un western ambientado en el antiguo Oeste estadounidense, o sea que era una película de vaqueros; el interior del cine era muy espacioso, las butacas no eran muy cómodas, pero sí muy resistentes.
Por lo cerca de la sala cinematográfica me volví un asiduo asistente, al grado de que mis padres me “levantaron la canasta” porque, aunque cobraban relativamente barato el boleto de entrada, no dejaba de ser una distracción que le restaba tiempo a mis estudios. Al poco tiempo, de nuevo me hice de amigos en aquel barrio, entre ellos: los Uresti, los Vives, los Buenfil, los primeros, no tenían una buena condición socioeconómica y al parecer cuidaban una propiedad, que antes de llegar la mancha urbana a sus límites, seguramente fue una huerta naranjera, porque aún había algunos árboles frutales en pie, y colindaba con una ladrillera.
A uno de los Uresti (July) que era de mi edad (11 años), la persona que se encargaba de recoger los boletos, le daba oportunidad de meterse al cine sin pagar y como a mí ya no me daban dinero para ir al cine, le pregunté que cómo le hacía para entrar, él me respondió: muy sencillo, te acercas a la entrada, miras al suelo, le preguntas a Don Tiburcio ¿qué tal está la película? y un minuto más tarde, te deja entrar; a mí me daba mucha pena utilizar ese recurso sentimental y además, tenía temor de ser rechazado, pero, era tanta mi afición al cine que decidí probar suerte; seguí paso a paso el procedimiento, pero no sucedió nada, así lo hice durante varias funciones y Don Tiburcio no se inmutaba, y siempre regresaba cabizbajo a mi casa que estaba frente al cine, podía sentir la mirada de Don Tiburcio sobre mi espalda, por lo que instintivamente volteaba y él en seguida desviaba la mirada, fue tanta mi insistencia que el buen hombre por fin me concedió el derecho de admisión, desde ese momento, July y yo, como si fuéramos una misma persona, entrabamos gratis, hasta que el administrador de la sala descubrió la buena obra de Don Tiburcio y le prohibió que nos dejara entrar, pero sucedió que una plaga de roedores invadió al Cine Mundial y le pidieron a aquel buen hombre viera como eliminaba la fauna nociva y se le ocurrió “contratarnos” como exterminadores, por lo que entrabamos al cine con una tabla para realizar nuestro trabajo, cabe mencionar que los roedores se acostumbraron a las corretizas que les dábamos, por lo que mejor terminamos por desistir y entregar las herramientas, ya que no resultaba divertido perderse las mejores escenas de las grandiosas películas de nuestra época.
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