No ustedes, mis estimados lectores, pero en mi familia materna, por generaciones hemos heredado la costumbre de quejarnos de nuestra salud física; por ejemplo: mi abuela Isabel, con quien pasé muchas vacaciones de verano e invierno en San Francisco,  pueblo mágico de Santiago Nuevo León, solía quejarse desde temprana hora de alguna dolencia, nos acostumbramos tanto a oír ese tipo de mensajes, que cuando verdaderamente se enfermaba, no le creíamos, y era entonces cuando iba a parar al servicio  de urgencias de la clínica más cercana, afortunadamente, siempre se trató de padecimientos leves, generalmente relacionados con trastornos digestivos debido a que no toleraba algunos alimentos, de ahí que procuraba comer pequeñas porciones a los largo del día, lo que la mantuvo siempre delgada hasta el día de su partida a los 92 años de edad.

Por otro lado, cuando mi abuela se olvidaba de manifestar sus dolencias, era el momento de que se las achacara a mi abuelo Virgilio, que por cierto,  él solía reírse discretamente cuando la escuchaba platicarnos de lo “malo” que se ponía por no respetar la dieta que el médico solía recomendarle para evitar que su glucosa se descontrolara; de hecho, mi abuelo era sumamente antojadizo y de ello culpaba a la diabetes, no perdonaba en verano el consumo abundante de frutas, empezaba por partir una sandía, la compartía con todos y lo que quedaba lo iba dejando en una bandeja, luego partía un melón, comía una porción, nos obsequiaba una rebanada a mi primo Gilberto y a mí y el resto lo ponía en otra bandeja, después seguía con la piña y lo mismo, nosotros pensábamos siempre que la fruta restante  la dejaría para el día siguiente, pero siempre nos sorprendía diciéndonos: ahora cada quien tome una bandeja y vayan a vender la fruta, esto, en lugar de molestarnos nos agradaba, porque siempre podíamos comer otra porción y después decirle al abuelo cosas como que un perro nos había salido al encuentro y al correr habíamos perdido un par de rebanadas de sandía o de melón. Aquel bondadoso hombre que no tenía un pelo de ingenuo, ni en su cabeza, primero nos reprendía y después nos daba una gratificación por la venta, misma que decidíamos no tomar, porque algo nos decía que nos estaba “tanteando” y ese gesto de humildad y honestidad nos valía para que el día siguiente, de nuevo compartiera con nosotros aquellos deliciosos frutos de temporada.

Pero comentaba que en la familia heredamos por generaciones la costumbre de quejarnos de múltiples malestares físicos; mi madre ahora nos da el mismo mensaje, y aunque siempre estamos en alerta o preocupados, recordamos en esos mismos gestos a nuestra amada abuela y de hecho la vemos en ella, lo que nos hace amarla doblemente. Todos, absolutamente todos mis hermanos y yo, desde hace unos años iniciamos todas nuestras conversaciones con el mismo mensaje de salud, incluso, hemos llegado a realizar verdaderos debates sobre quién está más enfermo y por qué; sobra decir que el que lleva el primer lugar es mi hermano Antonio que es el mayor, y siento que en orden descendente iremos ocupando todos ese honroso primer lugar sobre los achaques de familia.

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