Algunos lectores y familiares que me honraron con leer un reciente artículo que titulé “Recuerdos Inolvidables” me pidieron que comentara la extraordinaria experiencia  que vivieron algunos amigos cuando fueron mis invitados a pasar vacaciones en el maravilloso paraíso de San Francisco, Santiago N.L., ya que conocían otras anécdotas dichas por ellos, asegurando que desde ese primer contacto que tuvieron en aquella tierra de Dios, y sobre el haber tenido el privilegio de conocer a los pilares de mi amada familia por el lado materno, les merece tener al menos una mención en las páginas de mi libro “Las mil y una anécdotas”. Antes de aceptar su petición, les advertí que el relato podría herir susceptibilidades, mas estuvieron de acuerdo en respetar el apego con la que siempre narro mis artículos, así es que empecemos con una breve introducción: Creo en la amistad sincera, la que hermana, la que pasa todo tipo de pruebas y sin importar la gravedad de los causales de disgusto o descontento, logra siempre mantenerse firme; con el tiempo descubrí que no puede existir amistad sin amor, y yo he amado a todos mis amigos como a mí mismo, de ahí, que siempre he procurado su bien físico, mental y espiritual; siempre quise tener muchos amigos, pero no todos están dispuestos a amar a sus amigos, de ahí que, la comunión fortuita entre las personas, no puede llamarse amistad; a pesar de tener pocos amigos, me he sentido bendecido por Dios, por haberme obsequiado a los mejores amigos. Dicho lo anterior pasemos pues, al tema que nos ocupa.

Cursaba el primer año de secundaria en el Esc. Federal Reforma, en Guadalupe N.L, cuando invité a mi amigo Carlos Hinojosa Elizondo; nos hicimos amigos, porque a los dos nos gustaba criar animales, como aves de corral y conejos; un buen día le platiqué de la Villa de Santiago y se emocionó mucho, pero había que pedirle permiso a sus padres, así es que mi amada madrecita realizó la gestión citada y  tuvo éxito; cuando íbamos por la carretera,  en el auto de mi padre, surgió una discusión entre mis hermanas porque deseaban que les compartiera un dulce que tenía reservado para el viaje, y al oponerme, el llanto de ellas terminó por enfadar a mi padre , quien me exigió se los entregara, al negarme, decidió darme un castigo ejemplar, me bajo del auto en plena carretera y yo traté de bajar a Carlos, quien me miraba con los ojos desorbitados, pero como la responsabilidad sobre la seguridad de mi amigo recaía en mi padre, éste no lo permitió y continuaron su camino hacia San Francisco, un par de horas después llegué yo, pero Carlos estaba  muy asustado , traté de calmarlo minimizando el evento, pero él solo deseaba regresar a su casa, pero antes, le presenté a mis abuelos y a la tía Chonita, quienes lo trataron muy bien y logró controlar su ansiedad; desafortunadamente Carlos no regresó nunca al paraíso.

Años después y ya en Cd. Victoria, invité a Mario A. Contreras L. igualmente emocionado aceptó; le hablé mucho de la vida del campo y lo maravilloso que era disfrutar de la naturaleza, pero se me olvidó decirle que, habría que seguir ciertas reglas,  que incluían el ayudar a las labores; acostumbrado a levantarse tarde, se sorprendió cuando a las cinco de la mañana, nos levantaron para ayudar al tío Arturo en la carnicería, en ese entonces, el tío tenía un carácter muy fuerte, y se me olvido comentarle a Mario que la mayoría de la familia hablábamos “muy golpeado”, pero que eso no significaba que estábamos molestos. Yo sentía que a Arturo no le agradaba sacrificar animales, pues antes de proceder a ello, se persignaba, murmuraba una pequeña oración pidiéndole a Dios perdón, lamentando sinceramente la suerte del animal; pienso que eso lo alteraba y se ponía enérgico. En aquel día nos acercamos Mario y yo ante él, se lo presenté y lo saludó fríamente, mi amigo se puso inquieto y murmuró: Creo que no le caigo bien. Le dije no te espantes, así es él, pero en seguida le dijo a Mario que le ayudara a  sujetar a un enorme cerdo; tarea que nunca había hecho y al tomarle una de las patas delanteras al animal, éste se quiso zafar con tal fuerza que envió a Mario por los aires, lo que molestó al tío, reclamando la falta de fuerza física, entonces  nos pidió a ambos que sujetáramos al cerdo, Mario tenía la frente aperlada de sudor y yo no pude evitar sonreír disimuladamente; cuando por fin pasó todo el proceso, Mario se disculpó conmigo y me dijo : Creo que esto no es para mí, te veo en Cd. Victoria.

Cuando cursaba la Preparatoria  invité a mi amigo Oscar Dante Vázquez B., dicharachero y alegre como sigue siendo, recuerdo que me dijo: Me canso ganso. En esa ocasión procuré comentarle todos los pormenores para que no se sorprendiera, pero comentó: No me conoces amiguito, yo le entro a todo y no me asusta nada; aclaradas las cosas, el día señalado, llegamos a San Francisco; su buen humor hizo que se ganara inmediatamente la simpatía de mis abuelos y la tía Chonita, quien no dejaba de reír por las ocurrencias de Dante, ese día no tuvo el gusto de conocer al tío Arturo, durmió a pierna suelta, desayunó como pelón de hospicio y cuando pensaba que nos iríamos a dar el rol para conocer a las morras (según su expresión), llegó el tío Arturo, se lo presenté y lo escaneó de arriba abajo, se me quedó viendo, movió la cabeza y nos pidió a ambos que pasáramos a la carnicería, como era domingo se habían elaborado unos deliciosos  chicharrones de puerco; Dante  me dijo: Ah canijo, tenías lo mejor escondido, a darle a los chicharrones, pero antes, de echar mano de ellos, Arturo le dice a mi abuelo Virgilio: Papá, dele un par de canastas a estos, para que se vayan a vender chicharrones; tú, Salomón, te vas rumbo al túnel y  tu amigo que agarre para las casas de adentro; sin decir más; Dante esbozó una sonrisa nerviosa, le dieron su canasta y me espero afuera de la carnicería y me dijo: Oye carnal, yo no conozco el barrio; le contesté que yo lo ayudaría y recorrimos juntos las calles. Cuando llegamos a casa, después de  vender los chicharrones, Dante se fue directamente a donde estaba su maleta y me dijo: Ahora que me acuerdo, voy a ir a Monterrey a saludar a mi carnala, ella vive en el Topo y si más se fue.

El último amigo que invité fue a Antonio A. Beltrán C., éramos estudiantes universitarios y  de alguna manera eso nos privilegió; aunque Toño, que ya sabía toda la historia, me decía: Muero de ganas por ayudarle a Arturo, e irme a vender chicharrones. El carácter bondadoso de Toño y su simpatía le ganó de inmediato el cariño de toda mi familia.

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