Hasta ahora comprendí por qué hay mucha diferencia entre el carácter de un abuelo y una abuela. Con motivo de las vacaciones, nuestro hogar, de pronto, se vio repleto de nietos. Al llegar cansado del trabajo, tenía en mente poder acostarme por unos minutos antes de sentarme a la mesa a comer los sagrados alimentos, pero me llevé una sorpresa, pues para empezar, no pude abrir la puerta de entrada, los angelitos habían montado un campamento precisamente ahí; les pedí a los niños que me abrieran, pero estaban tan metidos en el juego que no me escucharon, así es que toqué varias veces el timbre para que mi esposa, que estaba en la cocina preparando bocadillos para los inocentes, me escuchara; después de unos minutos pudo acudir a mi llamado, tardándose otro  tanto en quitar las barricadas que pusieron; al entrar,  observé  cómo la sala y el  comedor estaban convertidos en un salón de clases, una tienda de abarrotes, y por supuesto “el campamento”; definitivamente  aquel desorden no me causó nada de gracia, me le quedé mirando a María Elena, y ella resignada, sólo se encogió de hombros; con cierta molestia entré, eludiendo los múltiples objetos, hasta llegar a mi sagrado cuarto de meditación y ¡oh, no!, otra sorpresa más, también había sido remodelado, despejé el espacio y logré llegar a mi sillón consentido, el cual estaba cubierto por  varias toallas mojadas, las llevé al tenedero para ponerlas a secar al sol, al salir al traspatio me topé con una mini alberca; mi enojo empezaba a subir de tono, tenía que decir lo que sentía, busqué a mi esposa para quejarme y ella ni siquiera me miró; estaba demasiado cansado para intentar discutir, así es que me dirigí a la recámara, la cual estaba convertida en un cine, pues  todo indicaba que habían estado ahí, había palomitas regadas por todos lados, sacudí y tendí la cama, y cuando me disponía a descansar, no encontré el control del aire acondicionado, esta vez ya no intenté preguntarle a María Elena , sabía la respuesta;  desesperado y estando a punto de  gritar, de pronto vi  en la pared el crucifijo que mi madre me obsequiara cuando inauguramos  mi  consultorio particular, me acerqué para hacer una plegaria junté mis manos, dirigí una mirada piadosa a  la imagen de mi Cristo y me di cuenta que no tenía manos, cerré los ojos y me pareció escuchar una voz en mi interior que decía: Por favor, que alguien lleve a estos angelitos a sus casas.

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