Recostado sobre el alfombrado suelo donde los sabinos de mis recuerdos tiraron generosamente sus hiladas hojas, complaciéndome sin pedirlo, para mantenerme en la comodidad de mi trance, y aquietar así mi inquietante curiosidad, sobre lo que en esos vitales momentos no tenían para mí una clara explicación.

 

Me veo, pues, con la mirada fija en el paciente arroyo de límpida agua, en cuya melodiosa corriente, mis románticos pensamientos amablemente se mezclan para darle armonía al natural sonido del ambiente.

 

-¿Qué haces? -preguntaba mi amado primo Gilberto. -Soñar, primo… soñar -le contesté- Y él, manifestando
su contento por mi locuaz ocurrencia, me obsequiaba una amplia sonrisa, para después invitarme a despertar de mi eterna ensoñación,  misma, que me llevaba muchas veces al entrañable cielo, y otras al indeseado infierno. -Para qué soñar tanto, primo -replica Gilberto -quédate aquí conmigo, en la tierra y disfruta de este hermoso paraíso.

-¿Acaso no te gusta la huerta de naranjos del abuelo? ¿No te agrada subirte a la carreta colmada de la fruta y sentir el cadencioso balanceo, del acompasado andar de la yunta de los bueyes? -Desde luego que sí, gentil Gilberto, la naturaleza me agrada, pero, vivo angustiado por el fatal momento en que tengamos que dejarlo todo, dejar de ser niños, de ser adolescentes y dejar ser jóvenes, para llegar a la rígida adultez, y por necesidad, tener que enfrentar un ambiente no tan divertido y delicioso como éste, donde si tienes hambre, sólo tienes que estirar el brazo, para poner al alcance de tu mano la fruta que más te agrade; en donde si estás cansado, por propia voluntad puedes tirarte al suelo y cobijarte con la hojarasca, teniendo como techo el sombreado de las frondosas ramas de nuestros árboles hermanos