La sede emblemática de la democracia más antigua en América y la más imitada en el mundo, el Capitolio, fue tomada por una multitud enardecida que protestaba por los resultados de la elección presidencial, con un saldo de cinco muertes.
Inevitable, recordar escenas de la película El Guasón, cuando se desatan las protestas, los disparos de la policía y la liberación del personaje encarnado por Joaquín Phoenix de una patrulla. Después de exterminar a tiros a lo que simbolizaba algún tipo de autoridad o dominio, el protagonista se erige en el líder de cientos de guasones agraviados por un sistema que margina y excluye a quienes son diferentes, al tratarlos como personas inadaptadas, enfermas mentales o terroristas.
La violencia daña a la democracia, venga de la autoridad o de particulares, pero también hay que reconocer que ésta se debe transformar y adecuar a las nuevas realidades.
Detrás de la toma del Capitolio pudiera estar un sistema electoral que vive una disociación entre democracia directa (el voto popular) y democracia delegada (el voto de los colegios electorales), que parece incapaz de procesar elecciones con resultados estrechos, o de limpiar las pequeñas manchas o irregularidades.
Los demócratas Al Gore y Hillary Clinton fueron víctimas de esa disociación, pero asumieron los resultados. Donald Trump mismo llegó a la presidencia gracias a esa dicotomía, pero cuatro años después fue víctima del sistema que lo encumbró. No sabremos si los argumentos de Trump sobre un presunto fraude electoral fueron verdaderos o imaginarios, porque la violencia en el Capitolio vino a revelar una falla más profunda y más honda en el sistema estadounidense, que no se arregla con un recuento de votos o con una sentencia judicial.
Esa falla estructural es la creciente polarización social, económica y política que desde hace una generación vive la sociedad de la Unión Americana, a medida que el mundo unipolar, con EUA al centro, va transitando hacia un planeta multipolar. La pandemia del “virus chino”, con sus efectos sanitarios y económicos devastadores, vino a acelerar la retirada histórica de la otrora potencia hegemónica frente a nuevas potencias emergentes.
La proverbial democracia estadounidense seguramente se repondrá del “miércoles negro”, pero quedará pendiente la tarea de reformar su sistema electoral, que le permita procesar la esquizofrenia entre voto popular y colegios electorales, limpiar rápidamente las pequeñas irregularidades y asimilar divergencias masivamente estrechas.
Por último, el trance del Capitolio permite distinguir y contrastar nítidamente las diferencias entre Trump y el presidente de México. En ninguna de las protestas y manifestaciones poselectorales del 2006 y el 2012, encabezadas por el candidato AMLO, se rompió un solo cristal o hubo tiros o fallecimientos.
Recuerdo muy bien la intentona de un grupo de manifestantes de tomar Palacio Nacional durante la última protesta por el fraude electoral del 2006. El liderazgo y la responsabilidad política del candidato López Obrador encauzaron la protesta y la ira en el Zócalo exactamente en sentido contrario a Palacio. Aquella marcha salió de la Plaza Mayor y se disolvió en las puertas del bosque de Chapultepec, a más de cinco kilómetros de distancia, sin golpes, disparos, personas heridas o muertas. ¿Así o más nítida la diferencia?
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