El término “globalización” estuvo muy de moda durante la década de los 90 del siglo pasado. Se puso en circulación una vez que cayó la Unión Soviética. Según interpretaciones de Francis Fukuyama, suponía que la historia, entendida como la lucha entre grandes concepciones ideológicas para la organización del mundo, había llegado a su fin: ya no había que debatirse entre un modelo socialista o comunista y otro capitalista, liberal y democrático.

El derrumbe del socialismo real daba la evidencia contundente de que ese sistema había fracasado, y que sólo quedaba la democracia capitalista y liberal como la única forma de vida posible a la que sólo habrían que irse ajustando por oleadas de “transiciones democráticas” los regímenes de todo el orbe (para la comprensión de las cuales se comenzó a estudiar como nuevo dogma los modelos de transición democrática en las facultades de ciencias políticas, sobre todo en las de universidades privadas, dejando al marxismo enterrado como despreciable e inservible reliquia del pasado), para terminar anegados todos en un único mercado mundial y un sistema único y armónico de democracias liberales pluripartidistas protectoras de la nueva guía de la humanidad: los Derechos Humanos contra la nueva amenaza: los populismos, y en dónde el debate político se reduciría a la discusión sobre menudencias secundarias toda vez que lo fundamental (la macroeconomía, las finanzas, la producción de armamento, la energía) se habría de dejar en manos o de grandes consorcios de grandes potencias, o de tecnócratas bien capacitados y con altas credenciales académicas (obtenidas sobre todo en universidades privadas), que nutrirían un sistema interconectado mundialmente (y coordinado anualmente desde foros como el de Davos) de expertos y de órganos autónomos y de bancos centrales que se encargarían de resguardar y gestionar “técnica y científicamente”, alejando a los populistas irresponsables y resentidos de lo que verdaderamente importa.

El resumen de todo este cuento de hadas ingenuo e idealista; toda esta papilla democrática edulcorada con la ideología de la felicidad quedaba envasada en el concepto de globalización: ya no debería de haber grandes controversias ideológicas, el mundo entero entraba de lleno a una era de plenitud, armonía e interconexión, potenciada por los avances tecnológicos que, poco a poco, permitirían que todas las naciones del planeta comenzaran a quedar interconectadas de manera inevitable e irreversible, sólo sería cuestión de aplicar las “políticas” de modernización necesarias (entre ellas, desde hablar inglés -lengua fundamental de la globalización-, hasta seguir al pie de la letra el célebre “Consenso de Washington”) para que tal proceso tuviera lugar y estar así, por fin, a la altura de los tiempos.

De los tiempos modernos habría que precisar. ¿Acaso no tituló sus memorias Carlos Salinas de Gortari “México: un paso difícil a la modernidad”? La globalización no era otra cosa que la expresión más acabada de la modernidad. Muchas élites mexicanas e hispanoamericanas entendieron esto desde un complejo de inferioridad oculto para ellas (“no lo saben, pero lo hacen”, decía Carlos Marx) pero aplastante y rotundo: los que hablamos español somos atrasados porque la modernidad, y por tanto la globalización, es un fenómeno que surge y se dirige y se impone al mundo desde la parte anglosajona, y que se configura sobre todo durante el último tramo del siglo XX.

Pero qué creen, la primera globalización tuvo lugar hace más de cinco siglos y fue un proceso cuyo principal idioma fue el español y su centro neurálgico de operaciones fue México, o con mayor precisión histórica: la Nueva España, de la que todos somos herederos.  O por lo menos esta es la tesis sugerente y bien documentada que defienden Peter Gordon y Juan José Morales en un libro breve pero sencillamente magistral, editado por Siruela en español apenas en 2022 bajo el título La plata y el Pacífico: China, Hispanoamérica y el nacimiento de la globalización, 1565-1815, al que llegué luego de enterarme de que el prólogo está firmado por María Elvira Roca Barea, de quien he leído su magistral obra Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el imperio español, y que me parece ser una de las voces más lúcidas y claridosas del ámbito hispánico americano para los efectos de comprender el papel que todas nuestras naciones (las que hablamos español) tenemos en la historia y en el presente fuera de la versión impuesta por los ingleses o los franceses.

El término de primera globalización es ciertamente reciente, y se ha puesto en circulación como respuesta al concepto dominante según vengo diciendo, precisando que en realidad la globalización inicia en la era de los descubrimientos, a partir de los siglos XV y XVI, en función del despliegue de dos procesos fundamentales: por un lado, el enfrentamiento entre el bloque de la cristiandad latino-católica occidental contra el Islam y el imperio otomano como marco dentro del cual tuvo lugar la búsqueda de una ruta hacia el occidente atlántico, mediante el que la corona de Castilla buscaba encontrar acceso a la especias para terminar abriendo un horizonte nuevo para la historia y el mundo que desembocaría en el descubrimiento colombino de América. Con esa expedición quedaría inaugurada la Era de los Descubrimientos y la subsecuente configuración del imperio hispánico-americano a partir de cuya denominación como Nueva España, por Hernán Cortés, fue entonces posible concebir la identidad de España como tal y como último eslabón de su identidad dinámica (y no estática), que quedaría fijada en cuatro fases fundamentales: la Hispania romana, la Hispania visigoda, la Hispania musulmana y la España católico-americana (o Hispania novohispana).

Pero la clave del asunto estriba en el hecho de que la inercia expedicionaria hispánica –definida por la consigna geoestratégica de llegar a oriente por occidente– terminaría por roturar el océano Pacífico para establecer la primera globalización efectiva de la historia, articulada en la ruta Manila–Acapulco–Veracruz–Sevilla, como correa de conexión intercontinental e interoceánica de verdadero alcance global y globalizador. La plata americana quedó fijada como la materia mediante cuyo comercio quedaron conectados China (la dinastía Ming) con Nueva España y España (la dinastía Habsburgo), habiendo sido Andrés de Urdaneta algo así más o menos como el Neil Amstrong de su tiempo, pero no porque haya sido el primero en tocar tierra americana (ese fue Colón, aunque lo hizo sin saberlo, como bien sabemos), sino porque fue el primero que pudo regresar de Filipinas a América en el famoso (pero ignorado por completo) “tornaviaje” o viaje de vuelta, en octubre de 1565. Por cierto que Urdaneta ya no murió en España, sino en ciudad de México un 3 de junio de 1568, lo que significa que, más que de ellos, él ya es en realidad, y siempre que lo queramos ver y entender, nuestro.

La globalización no es entonces un invento de los anglosajones, ni se inicia cuando cae la Unión Soviética. Es un proceso que cristaliza en pleno siglo XVI, que tuvo al Pacífico como el océano principal de configuración y que tuvo a los navegantes hispanos y novohispanos, y por tanto al español, como su principal agente de avance, vanguardia y comunicación.

*La autora es Secretaria General de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión