Trump dice que quiere paz. Putin sonríe. Y en esa coreografía siniestra, se desliza una de las mayores obscenidades del orden internacional contemporáneo: la idea de que la paz puede construirse cediendo territorios ajenos, como si la soberanía de los pueblos fuese una ficha negociable en la bolsa de valores de las potencias.

Lo que está en juego en estas “conversaciones de alto nivel” no es solo Ucrania. Es el último vestigio de dignidad en un sistema internacional que, al perder toda pretensión moral, ha convertido el sufrimiento humano en estadística y el derecho internacional en papel higiénico de los poderosos. Trump propone entregar Donetsk y Lugansk “a cambio de la paz”, como si fuesen propiedades embargadas por una deuda que Ucrania nunca contrajo. Como si el pueblo ucraniano no existiera, o existiera solo para morir en silencio.

No se engañe nadie: esto no es diplomacia. Es cinismo en estado puro, disfrazado de pragmatismo. Es la renuncia abierta a toda noción de justicia en favor de un equilibrio basado en el miedo, el chantaje y la complicidad entre élites que juegan a la política internacional como si fuera un torneo de golf. Lo llaman “realismo geopolítico”, pero no es más que la legitimación del atropello por conveniencia.

La hipocresía no termina ahí. Los mismos que invocan el derecho internacional cuando les conviene —para sancionar, invadir o predicar democracia desde drones— son los que ahora claman por concesiones territoriales “razonables”. ¿Razonables para quién? ¿Para el ucraniano que perdió a su familia bajo los escombros? ¿Para el soldado que defendió su aldea mientras el mundo lo miraba por streaming? No. Son razonables para los que creen que la paz se mide en votos, encuestas o acuerdos comerciales.

La paz que se negocia sin justicia no es paz: es administración del crimen. Y lo que hoy se disfraza de solución “madura” no es más que claudicación ante la violencia. Los imperios del siglo XXI ya no se construyen con cañones, sino con pactos entre cínicos. No se necesita invadir si puedes negociar con quien está dispuesto a regalar lo que no es suyo.

Ucrania se convierte así en símbolo no solo de una guerra olvidada, sino de una era donde todo puede negociarse: territorios, derechos, memorias, muertos. Todo tiene precio, incluso la verdad. Y cuando la verdad se convierte en un producto de mercado, la mentira se sienta en la mesa de negociaciones como un socio más.

No nos escandalicemos por el descaro de Trump ni por la frialdad de Putin. Lo verdaderamente perturbador es que esta propuesta no ha generado un repudio unánime. Al contrario: ha sido recibida como una idea “interesante”, “realista”, “digna de debate”. Y ahí está el síntoma más grave: hemos normalizado el cinismo como horizonte político. Hemos aceptado que los principios son opcionales, que la justicia es una variable de cálculo y que la dignidad ajena puede sacrificarse por estabilidad propia.

No hay paz posible sin memoria, sin respeto, sin verdad. Lo demás es reparto de botines entre criminales con corbata. Y si el mundo aplaude ese reparto, entonces no solo Ucrania está siendo invadida: también lo está nuestra conciencia.