Cerré mis ojos para ver la luz que había en mi interior, y entonces, me vi caminando en tiempo pasado, por las limpias calles de una hermosa y bien planeada ciudad, observando a cada paso, lo que para muchos transeúntes, suele pasar desapercibido: banquetas limpias, verde pasto en las secciones habilitadas como jardineras que se encontraban al ras del suelo, junto a frondosos árboles que sombrean las amplias aceras, y observando también, el azulado pavimento asfaltado de las vialidades sin imperfecciones, poco transitadas. Nada, ni nadie, parecían tener prisa, porque el tiempo transcurría sin angustias, y sin las perennes depresiones que caracterizan los tiempos actuales. El placentero caminar por ese lugar, hacía percibir la fantástica sensación de sentirse como un pez que se mantiene a flote, casi estático al batir sus delicadas aletas semitransparentes, en las tranquilas aguas de un arroyo perdido entre los carrizales, donde la corriente suele ser tan calmada, que se parece a la suave brisa de una playa virgen, que acaricia el cuerpo que yace desconectado, reposando de las fatigas ancestrales.

La luz interior ilumina nuestros más íntimos deseos, aquellos que permanecen resguardados por la integridad, la sensatez, la prudencia; los clasificados, en ocasiones, con sueños truncados o irrealidades impracticables. La luz interior ilumina nuestra esencia, la más natural y primitiva, la que se mantiene pura, porque la divinidad espiritual no permite que se manche y no rivaliza con nuestra personalidad externa porque representa la esperanza de evolucionar, para hacer de lo que se estima inconcebible una verdad totalmente incuestionable.

La luz de mi interior, la de tu interior, la del interior de todos, está ahí para iluminar nuestro camino y encontrar la paz, que, hasta ahora, sólo podemos imaginar cuando soñamos en todas aquellas buenas cosas que anhelamos.

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