Cuando un político te dice: “Yo no miento”, ya te está mintiendo. Y no por un simple vicio personal, sino porque esa afirmación es la contraseña de ingreso al teatro donde la verdad ha sido cancelada por el guión de lo conveniente. La hipocresía no es un accidente del sistema político; es su arquitectura más estable. No es un desvío del camino: es la autopista.
Pretender que los políticos mienten como cualquier ser humano es una forma elegante de no ver el abismo. El ciudadano promedio puede mentir para evitar un conflicto doméstico. El político miente para fabricar realidades. Para hacer del simulacro una forma de gobierno. Como advirtió Nietzsche, “la mentira más común es aquella con la que uno se engaña a sí mismo”, y nuestros líderes se han hecho maestros de ese arte: Se creen sus propios slogans.
La democracia contemporánea -ese decorado cada vez más desvencijado- se sostiene sobre la hipocresía consensuada. Nos mienten, lo sabemos, pero participamos igual. Votamos por el “menos malo”, aunque sabemos que el mal es estructural. Y cuando el político promete transparencia, ya estamos seguros de que se ha perfeccionado en el arte del camuflaje.
El problema, sin embargo, no es moral. No es cuestión de exigir más “honestidad”. Es estructural. Como explicó Foucault, el poder no se ejerce simplemente desde arriba: Se infiltra en el lenguaje, en las prácticas, en los cuerpos. El político no sólo miente: Es la mentira institucionalizada. Es el rostro visible de una maquinaria diseñada para ocultar. ¿Y qué oculta? Que el poder real no está en las urnas, ni en los parlamentos, ni en las encuestas, sino en los pactos opacos donde se administra el miedo, el deseo y la obediencia.
Maquiavelo, siempre menos ingenuo que nosotros, ya lo sabía: “Es necesario que el príncipe sepa disfrazar bien su naturaleza y ser gran simulador y disimulador”. No porque sea malo, sino porque esa es la lógica del poder cuando quiere sobrevivir. Lo trágico no es que el sistema premie al hipócrita. Es que el sistema necesita al hipócrita para seguir funcionando.
Y nosotros, los ciudadanos, ¿somos meros espectadores? No. Somos coautores de esta obra. Hemos preferido la mentira confortable a la verdad dolorosa. Aceptamos la hipocresía porque nos permite seguir quejándonos sin actuar, indignarnos sin comprometerse, burlarnos sin organizarnos.
Por eso, cuando un político asegura que él “sí dice la verdad”, no está haciendo una declaración ética: Está lanzando una provocación. Nos está midiendo. Nos está recordando que el sistema ya no necesita convencer, sólo simular. Y que si seguimos tragando el espectáculo sin vomitarlo, entonces merecemos exactamente la hipocresía que nos gobierna.