Hace unos días me encontré con un amigo de muchos años, me preguntó el tema del que escribiría para el domingo y le comenté que estaba pensando seriamente en abordar el tema del pleito entre CBP y la Guardia Nacional, pues parece que traen consigna de haber quien hace las filas más largas en los puentes internacionales.
Pero luego recordé que en ese tema no hay fuentes, nadie quiere hablar al respecto, solo nos queda especular para saber cuándo terminarán esas acciones que nos incomodan a tantos.
Explicaciones sobran, que si pasaron armados unos guardias de civil y por error, que si algún funcionario norteamericano olvidó dejar su pistola que lo acompaña siempre, que si los migrantes trataron de pasar en autos y a escondidas, que si los tramites ahora son más lentos.
Los usuarios de los puentes internacionales solo piden que ya limen sus asperezas, pues hacer 2 horas de fila para cruzar y 1 hora para regresar es demasiado tiempo.
A mi amigo le prometí contar de nuevo su historia, me dice que esto sucedió hace 19 años, pero que en el IMSS las cosas siguen igual que antes.
Sin duda alguna, cualquier quebranto en la salud es lamentable, pero en ocasiones un mal provoca muchas más incomodidades que otros, sobre todo cuando las molestias aparecen en esa parte del cuerpo que difícilmente uno está dispuesto a mostrar.
La historia trataré de contarla tal y como me la platicó un amigo que sufrió lo indecible durante más de cinco meses sin atreverse a visitar al médico, todo provocado por una pequeña supuración muy cerca del orificio más oculto del cuerpo.
Me cuenta casi con lágrimas en los ojos, que el desperfecto corporal le provocaba grandes problemas, pues su ropa interior tenía que cambiarla cuando menos tres veces al día, pues después de varias caminatas, ascensos y descensos de la “pesera” (microbús), aunado al calor propio del verano, la trusa quedaba empapada, provocándole por su sobrepeso, algunas molestas rozaduras.
Después de mucho sufrir, tomó la sabia decisión de acudir al médico, tomando el camino más económico, es decir acudió al IMSS, esperando durante más de tres horas la sabia consulta del médico general, quien al observar el recóndito sitio le recomendó de inmediato acudir con un médico especialista, ubicado exactamente a 200 metros del lugar donde se encontraban.
Con gran esfuerzo se dirigió a donde le indicaron, acompañado del pase del médico general donde claramente se leía FÍSTULA. Después de otras tres horas de espera por fin él médico especialista tuvo a bien recibirlo, invitándolo a pasar a su privado para que se despojara de su indumentaria y se colocara una bata raída y abierta por la parte trasera, la cual no dejaba nada a la imaginación.
Me cuenta que desde ese momento se sintió desposeído, abandonado, inseguro y con ganas de llorar, pero venia lo peor, la auscultación. El galeno, con gran tranquilidad le indicó que se pusiera de rodillas sobre una plancha, colocando sus codos también sobre la misma, desde esa incómoda posición, lograba ver la puerta del baño donde se había cambiado la ropa y al fondo se encontraba un espejo el cual le permitía poder observar lo que sucedía exactamente atrás de su trasero.
El especialista, sin rubor, abrió una puerta lateral e invitó a pasar a un grupo de jóvenes vestidos todos con bata blanca, cada uno de ellos llevaba en sus manos una pluma y un cuaderno de notas. Mientras él médico despegaba algunos pliegues y mostraba sus conocimientos a los alumnos y las alumnas, mi amigo parecía desvanecerse, pero, aun así, logró expresar con singular agudeza: Oiga Doctor, no va a venir la prensa, ¿verdad?
Antes de escuchar la respuesta, pensó en vetar cuando menos a las televisoras locales, pero sus preocupaciones terminaron cuando él médico le negó la posibilidad de la presencia de los chicos malos de la prensa.
Dice mi amigo, que hoy, ya sin los dolores provocados por el mal, ya sin las molestias de las rozaduras en la entrepierna, solo siente pena cuando ve en la calle a algún joven que luce bata blanca, pues en su memoria solo queda aquella imagen de un grupo grande admirando con asombro, LA FÍSTULA.
Jorge Alberto Pérez González