Y llovió aquel día en que se esperaba todo, pero resultó que la lluvia tenía un motivo superior al de mojar la tierra, por eso, únicamente llenó la copa del fino árbol, que sin saber cómo o por qué se encontraba sembrado en aquella zona; y las finas hojas parecían pequeños y vistosos vasos donde el agua de la lluvia se vertía con la precisión y delicadeza, por unas finas manos, que invisibles, parecían bajar del cielo,  y soplando un viento suave derramó unas gotas, que presurosas tomaron camino para ir abajo, por el fino tallo del precioso árbol, y que a su paso, su volumen se iba mermando hasta casi desaparecer, y pidiendo al cielo que enviara la bendita lluvia, para poder llegar a donde la estaban esperando, y así cumplir con el vital motivo de su existir, y su deseo fue cumplido, cuando al lluvia en forma de profuso llanto  evitó que la preciosa gota pudiese desaparecer.

Y quiso el destino que la gota de agua y las finas lágrimas, en su recorrido se unieran, tomando en el camino, la esencia del tallo de aquel fino árbol, convirtiéndose en el perfume más exquisito que conoció la tierra y que al llegar a su destino, en aquel pesebre en donde se encontraba el niño, mojó sus labios y baño su cuerpo, dejando escapar la más hermosa luz que iluminó esa noche la totalidad del universo,  que para dejar testimonio del bendito Nacimiento le regaló la más grande estrella que anunciara el maravilloso y esperado acontecimiento, que sirvió de guía a reyes y pastores con su luz radiante, para llenarlos de esperanza y alegría, y significar ese sagrado día del principio y el fin, de todo aquello que existe y existía.

Y dicen los que ahí se encontraban, que aquel Niño levantó sus brazos, como abrazando al mundo, donde habría de florecer el amor más grande y más profundo que el Padre Dios, al ser humano  le regalaría.

¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!

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