En la juventud, mis amigos decían que yo era una persona divertida, y aseguraban, que era agradable estar en mi compañía, ello me mantenía en una actitud siempre optimista, mi imagen reflejada en el espejo irradiaba una envidiable energía, pero, con el paso del tiempo, el buen humor, por diversas razones, fue siendo desplazado por las preocupaciones, y poco después, por las complicaciones. Recuerdo el día que dejé de bromear en serio, fue, cuando una de mis amistades del grupo que solíamos reunirnos por algún motivo festivo, externó que no le parecían graciosos mis comentarios, y al preguntarle si lo había ofendido en alguna forma, sólo me dijo: En nada, pero, en estos momentos, no estoy de humor para tus bromas; imaginé que tal vez mi comentario había sido imprudente, porque confiado en que la intensión de las reuniones era pasarla bien, no me había percatado que cualquiera estuviera pasando un mal momento. Curiosamente, cuando dejé de bromear, al poco tiempo empecé a sentir indiferencia por las reuniones, si acudía, me limitaba sólo a escuchar las conversaciones, entonces mis amigos empezaron a llamarme aburrido, al principio no le di importancia al calificativo, pero con el paso del tiempo, pasé a ser una persona medio apática, lo mismo me daba acudir a las reuniones que no hacerlo, entonces me dio curiosidad por verme de nuevo al espejo para saber cuál era la expresión que definía el aburrimiento y la apatía, y me sorprendí, al ver que alguien me había robado la radiante energía que otrora me iluminaba, preocupado por ello, me prometí a mí mismo, luchar por recuperar mi optimismo y así lo he hecho desde entonces, pero ahora, suelo bromear con aquellos cuyo espíritu irradia una envidiable energía por seguir conservando la inocencia: mis nietos
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