Cuando se suma al cansancio el desaliento, cuando no se puede ocultar la falta de energía, me pregunto: ¿de dónde emerge la fuerza que despierta a mi espíritu dormido? ¿Vendrá acaso de tu mirada siempre viva, de tu caricia consentida, de tu alegre risa o de la paz que anuncia tu llegada? ¿Vendrá de esos ojos inocentes, de la límpida sonrisa salida de la nada, de la ternura inagotable que desbordan tus manos generosas? No sé en realidad de dónde emerge la inesperada fuerza vital que me levanta, que me sacude y que me invita a seguir de pie y que mantiene mis ojos muy abiertos para que sigan maravillándose de todo aquello que por mí has hecho.
Si vienes a mí con una mirada de consuelo, te recibo de corazón con el mayor de mis anhelos, para ofrecerte el amor que siento por ti. Si te acercas con la dulzura de tus palabras para decirme nuevamente que a mi lado eres feliz, y que volverás mañana para recordármelo, sentiré que aunque pase el tiempo entre fatiga y desconsuelo no deseado, por ti he sido el hombre más feliz; y qué decir, cuando amorosamente tocas con tus delicadas e inocentes manos mis dolientes pies y fatigados brazos, para reanudar en ello el principio de mi andar por el camino esperanzado y continuar con la buena voluntad de mis abrazos.
Gracias te doy por bajarme de la cruz de la cual pesadamente estoy colgando, gracias por sanar mis heridas con tu amor desinteresado, por las lágrimas que derraman tus ojos cuando por mí estas orando, por tus sonrisas que confirman tu fe al saberme vivo, por caminar a mi lado y seguirme con el amor confiado en una verdad indiscutible, por abrazarme y sentir los latidos de mi corazón que tanto ha amado.
La grandeza de un amor puede ser tan discreta e inocente, como la expresión que encuentras en la mirada, en las palabras, en las caricias, en la sonrisa, en el abrazo o en el llanto de un nieto muy amado.

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