La política, como arte y ciencia del gobierno, ha degenerado en una sombra de lo que fue. Donde antes regía el orden natural del bien común, hoy se despliega un espectáculo de intereses mezquinos, discursos vacíos y promesas quebradas. Apliquemos la lógica para diseccionar esta enfermedad que carcome los cimientos de la república. La política, que es por naturaleza el medio por el cual la sociedad organiza su destino, se ha convertido en un simulacro de sí misma, una máscara grotesca sobre un rostro marchito.

La sustancia de la política es su esencia más pura: el gobierno orientado al bien común. Sin embargo, este principio rector ha sido desplazado por un pragmatismo cínico, donde el poder es un fin en sí mismo. El género de la política es el gobierno en su más amplio sentido, pero su especie la democracia, la república o la monarquía constitucional ha sido desvirtuada por la corrupción, la manipulación y la demagogia. Si distinguimos entre el gobierno recto y el desviado, hoy asistimos a la transmutación de las formas legítimas en aberraciones autoritarias, populistas o plutocráticas.

Los atributos de la política deberían ser la justicia, la prudencia y la virtud, pero han sido sustituidos por la hipocresía, el clientelismo y la polarización. El discurso ha dejado de ser la herramienta para la deliberación racional y se ha convertido en un arma de propaganda. Los accidentes las circunstancias externas que modifican sin alterar la esencia han potenciado esta caída: la globalización, el auge de las redes sociales y la crisis de valores han acelerado la erosión del sentido político. Lo contingente se impone sobre lo necesario, y lo inmediato sobre lo trascendental.

Si la política ha perdido su esencia, ¿qué queda de la sociedad que de ella depende? Un cuerpo sin alma, un navío sin timón, una tragedia sin catarsis. Como en la ruina de las grandes civilizaciones, la decadencia se disfraza de esplendor hasta que la estructura colapsa sobre sí misma. Quien observa con detenimiento no ve un orden, sino un equilibrio precario que oscila entre la esperanza y el abismo. Tal vez, cuando el eco de la razón se ahogue en el ruido de la ambición, solo quede el silencio como testigo de lo que alguna vez fue la grandeza de la política.