Con motivo de la celebración de los Reyes Magos, mis nietos se lamentaron por no haberse concretado el viaje corto que realizamos año con año, pero eso no impidió que recordáramos la vivencia del mes de enero del 2017 que ha sido la única ocasión en la que coincidieron en el viaje mis tres hijos con sus familias y he aquí que rescaté ese recuerdo cuya historia quedó grabada para la posteridad: Al iniciar el año nuevo, en mi familia, siempre hacemos el propósito de organizar unas vacaciones a algún hermoso lugar de nuestra amada República Mexicana; desafortunadamente, debido a múltiples factores, ese proyecto no se lleva a cabo de la forma planeada y terminamos acudiendo cada quien por su cuenta a distintos lugares; en lo que a mi toca, el destino siempre es el mismo, y pareciera que por ello fuera aburrido, mas, nunca ha resultado así, pues con el tiempo, descubrimos que en cada uno de estos viajes cortos, experimentamos una maravillosa lección de vida; y este nuevo reencuentro con los valores familiares que emprendimos la semana próxima pasada, no fue la excepción. Todo comenzó con una ilusión que se estaba convirtiendo en un justo reproche, María Elena, mi esposa, trataba de convencerme de las bondades de emprender un romántico viaje, donde los dos nos dedicáramos exclusivamente el uno al otro, donde nada ni nadie interrumpiera nuestros sueños de amor, con demandas particulares que nos siguieran encadenando a nuestra perenne función de cuidadores y proveedores oficiales. Me veía yo caminado, tomado de la mano de mi bella dama, recorriendo las empedradas calles del llamado pueblo mágico, pero, mi ensoñación se esfumó al saber que no hablábamos de las mismas calles, mucho menos, del mismo pueblo mágico, pues ella se refería a San Miguel de Allende, Guanajuato, no niego que esa comunidad sea hermosa, pero mi magia sólo funciona en Santiago N.L.
Los desacuerdos son comunes en las personas que se aman, pero, por más que se discuta efusivamente, el amor prevalece y llegan entonces los apasionados acuerdos, aquellos, en los que la unidad de la familia, puede más que cualquier interés personal. Y por qué no, dijo con sincera aceptación la sempiterna musa de mi inspiración poética, vamos a vivir la magia de tu locura, haciendo lo que mejor sabemos hacer, vivir a plenitud las intensas emociones que emanan de la familia; y así fue como se adhirió a nuestro idílico proyecto mi hija Kattia con sus tres niños, los ya muy conocidos personajes de mis primarias historias de viajes cortos, que exaltan sobremanera mi condición de abuelo: Sebastián, Emiliano y Andrea. Pero al enterarse mi amado hijo Cristian, sintió nostalgia por haberse perdido ya tantos encuentros mágicos y decidió también subirse con su familia a nuestra máquina del tiempo, tratando de rescatar las añoranzas perdidas; y cuando parecía que todos estábamos a bordo, se enteró también mi adorada hija Mayeya y haciendo uso de su sutil arte de convencimiento, logró vencer la ferra voluntad espartana de su amado troyano José, quien sacrificó su tradicional miercolitos, por ir a vivir, con cierto fastidio, la aventura fantástica de su quijotesco suegro.
Habrán de estar pensando que por ser el artífice de esta epopeya era yo quien conducía la expedición, no hay nada más equivocado que esa afirmación, yo sólo me sumé al rebaño que diligentemente pastoreaba la bella matriarca del clan Beltrán Rodríguez, tomando de las manos a los más pequeños, a los que habían ya aprendido a caminar, y me dejé seducir del encanto de la inocencia, viendo a través de sus ojos y sintiendo a través de sus emociones, y juntos conjugamos los verbos caminar, subir, bajar, admirar, jugar, resbalar, columpiar, sentar, alimentar, descansar, dormir, soñar, y así logramos consolidar el más grande de los verbos que unen a las familias: el verbo amar.
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