Salimos muy de madrugada, y mientras él dormitaba plácidamente, yo iba pensando si aquel camión que conducía con sumo cuidado, cabría entre las líneas que le correspondían, de aquellas carreteras de antaño, como antes las hacían, estrecha por cierto; mi inseguridad era propia de un joven de 16 años, pero mi abuelo creía en mí, e iba tan confiado, poniendo en mis manos su vida; y después de andar un buen rato por la carretera y empezando a aclarar el día, a un kilómetro de distancia, reconocí la desviación que nos conduciría al rancho de Don Virgilio Caballero Marroquín, quien al sentir que frenaba, se quitó el sombrero de palma que le cubría la cara y me dijo: Vete con cuidado en la terracería; así lo hice, pero no pude evitar que detrás de nosotros se levantara una densa nube de polvo, de aquella compacta tierra amarilla; el camino nos llevó a un pequeño vado, donde el agua de un arroyo cruzaba lentamente, tan lento, que parecía adormecido aún por lo temprano de la hora. Dirígete al caserío me dijo el abuelo y así lo hice, cuando por fin detuve la marcha del camión, él suspiró como si estuviera enamorado al contemplar las largas y ordenadas filas de árboles frutales, cuyos frutos colgaban como focos amarillos, como los que adornan a los pinos navideños en todos los hogares; y contrastando con ellos, observé con tal agrado, cómo múltiples gotas de agua que el sereno había dejado, pendían sobre los bordes del tejado del caserío.
No necesité ayudar a bajar del camión torton a aquél hombre de campo, de mediana estatura, robusto y rudo, que de un brinco y sin temerle a la altura, pisó la tierra con sus botines color café, a los que estaba acostumbrado; y sin decir más, se dirigió a paso apurado, casi dando brincos, para posarse entre los terrones acumulados entre los surcos, y yo detrás, como fiel perrito faldero, y al sentir harta hambre y sed, le dije muy apurado: Abuelo, ¿me puedo comer una naranja mientras llega la hora de poner a calentar los pares de carne con tomate fresadilla que nos preparó la abuela Isabel? Sin decir nada, se agachó en forma inesperada y tomó del suelo una naranja caída de aquel naranjo colmado del jugoso fruto tan ansiado, y sacó de su bolsillo su filosa navaja de campo, le cortó diestramente lo picado y me la ofreció como si fuera un manjar delicado; en ese momento dije para mis adentros ¿será que mi abuelo es tacaño? y como si me hubiera leído la mente, con una mirada tierna y candente, perlando el sudor de su frente, me dijo con vos pausada: Cómela está buena, el hecho de que un pájaro la haya probado primero, no quiere decir que no sirva o que esté podrida, por el contrario, es garantía de que su sabor dulce, no está ausente; callado, permanecía con la fruta en la mano, la verdad un poco indiferente, y armándome de valor le dije: No te ofendas abuelo, pero habiendo tantas naranjas en el árbol, me gustaría escoger la mía. Y al escuchar lo que pareció torpe e insolente el gran viejo dijo: ¿Acaso sabrá diferente? ¿Acaso tú dejarías de quererme por faltarme una pierna o un brazo? Que culpa tuvo la fruta de agradarle a un pájaro primero, sigue teniendo jugo y no ha perdido su sabor; mira que cuando se ama a la tierra y con ella, lo que tú has sembrado, todo lo que produce es bueno, aunque en ocasiones, no hayas tenido el privilegio de sembrar lo que te has comido. Los ojos se me llenaron de lágrimas, no por coraje, sí por estar lleno de orgullo, de tener el linaje de un hombre que siendo de condición humilde y habiéndole faltado estudios, no dejaba de ser para mí un sabio.

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