Al escuchar por primera vez los truenos de aquel cielo gris, el niño se estremeció, más no tuvo miedo, pues no sabía de qué se trataba, después, su curiosidad creció cuando acompañando a los estruendos, aparecieron en el firmamento los relámpagos y presuroso acudió con su madre para preguntarle lo que pasaba, mas ella le dio una explicación un tanto fantástica, pensando con ello que el niño entendería mejor su respuesta; fue entonces, cuando el pequeño conoció el miedo; palabras más palabras menos, le dijo que Dios estaba molesto con el hombre, por eso le quitó el color azul al cielo y lo cambió por gris, y conforme iba creciendo su enojo, de sus manos salían los relámpagos, los cuales iluminaban la tierra para poder encontrar al hombre que se escondía ante sus ojos, y después a tan noble Señor se le pasaba el enojo, porque recordaba que los que vivíamos en la tierra éramos sus hijos, su máxima creación; entonces de puritito sentimiento se ponía a llorar, por eso existía la lluvia.
Después de ese día, cada vez que se avecinaba una tormenta y aparecían todos aquellos signos del enojo de Dios, el niño salía disparado de donde se encontraba y acudía a los brazos de su madre, para que ésta lo protegiera; pero a pesar del temor, el niño siempre le preguntaba: ¿Madre y ahora qué hicimos que molestó al Señor? Entonces la madre se dio cuenta de que aquella narración fantástica le había ocasionado dos problemas a su niño, el primero, era temer a todo aquello que se anunciara con un ruido ensordecedor, y el segundo, era el sentirse triste por no saber qué había hecho mal, para que Dios se molestara con todos los que habitamos la tierra.
Hay tormentas que llegan temprano a nuestra vida, en la edad en que quisiéramos sólo conocer cosas buenas que nos hagan felices. Un niño con miedo no sólo temerá al ruido, sino a todo lo que lo produzca, porque sabe que esa manifestación no sólo proviene del enojo divino, sino de todo aquél que comparte nuestro entorno social. Un padre que grita, intimida a su familia, una madre que grita, pone en evidencia su capacidad para proteger a sus hijos; un hermano que grita, infunde temor a sus hermanos; un hijo que grita, atemoriza a sus padres, porque con ello muestra el enojo con la vida. Un esposo que grita a su esposa, evidencia el miedo que tiene de perder autoridad; una esposa que grita, tiene miedo dejarse intimidad por un esposo que ha mostrado su incapacidad para poder mantener una relación saludable y una familia en paz.
No creo que haya en el mundo una persona que no haya sentido miedo de algo o de alguien; de cómo llegó a nosotros esa emoción, a la cual se le atribuye un origen natural defensivo, no justifica el hecho de que en una situación tormentosa, corramos a escondernos o enfrentemos la furia de la tormenta, exponiendo nuestra integridad.
Mi mayor temor en la vida es sentirme lejos de Dios, porque cuando él está conmigo no tengo nada que temer, pero cuando me ausento de su amor, soy solo un elemento más, expuesto a cualquier factor, que en otras circunstancias, lo entenderíamos como un error de percepción, de falta de integridad o de conciencia, y lo peor de todo, de falta de fe en un Todopoderoso, que puede cambiar nuestra vida cuando nuestro azul del cielo se torna gris y quedamos expuestos a los gritos de nuestras propias tormentas.

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