En política, la responsabilidad suele evaporarse en los pasillos del poder como el humo del incienso en un templo profanado. Siempre se encuentra un subordinado a quien sacrificar, una “manzana podrida” que convenientemente descarga de culpa al superior. Pero si la política es, como pensaba Maquiavelo, “el arte de conservar el poder”, el verdadero arte debería ser también el de asumir la carga total de ese poder, con sus glorias y sus miserias.

El caso de Adán Augusto y el tristemente célebre “Comandante H” de La Barredora lo muestra con claridad: si un operador directo comete tropelías, ¿puede el jefe fingir desconocimiento? La ingenuidad no cabe en un secretario de Gobernación. Del mismo modo, Felipe Calderón se empeñó en mostrarse como cruzado moral en su “guerra contra el narco”, pero su lugarteniente más cercano, Genaro García Luna, resultó ser un agente doble de la podredumbre. ¿Puede un presidente alegar ignorancia sobre las manos sucias de su propio ministro de seguridad?

En Roma, un general respondía con su vida si sus tropas se amotinaban o saqueaban más allá de lo permitido. Marco Aurelio entendía que mandar es también aceptar la mancha de los actos ajenos, porque quien ordena no solo da instrucciones: crea un clima, un marco de incentivos, un horizonte ético (o antiético). La excusa moderna del “yo no sabía” es, en realidad, la confesión de un fracaso aún mayor: no supo controlar lo que debía controlar.

El poder es vertical. Si el subordinado roba, el superior es responsable de haberlo puesto, tolerado o no haberlo removido. De lo contrario, gobernar se vuelve un simple simulacro: la jerarquía para mandar, pero la impunidad para excusarse. Kant decía que el hombre debe ser tratado siempre como un fin y nunca solo como un medio. Pero los jefes políticos parecen aplicar la máxima inversa: usar al subordinado como medio para el beneficio, y como chivo expiatorio cuando la corrupción explota.

La lección es amarga pero necesaria: no hay autoridad sin corresponsabilidad. Calderón carga con García Luna tanto como Adán Augusto con el Comandante H. El resto son narraciones autoindulgentes para dormir la conciencia pública. Y quizá lo más honesto que podríamos exigir es que todo aquel que ocupe un cargo alto recuerde que no solo será juzgado por lo que haga con sus propias manos, sino también por lo que toleren las manos que puso debajo de sí.