El término genocidio fue acuñado por el jurista polaco Raphael Lemkin en 1944, en plena Segunda Guerra Mundial. Proviene del griego genos (raza o pueblo) y del sufijo latino -cidio (matar). Lemkin buscaba nombrar un crimen que hasta entonces no tenía nombre, pero sí historia: la aniquilación sistemática de un grupo humano por razones étnicas, religiosas o nacionales. Su definición fue adoptada en 1948 por la ONU en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, estableciendo no solo una categoría legal, sino una herida moral en la conciencia del mundo.

El genocidio no solo destruye cuerpos: corrompe los lazos de humanidad que nos sostienen. Su legado es el silencio traumático de generaciones, la fractura de culturas enteras, la negación del otro como igual. El ejemplo más conocido, el Holocausto perpetrado por el régimen nazi, exterminó a seis millones de judíos y a millones de otras personas consideradas “indeseables”. Fue una maquinaria de muerte tan precisa como aterradora, ejecutada con la complicidad burocrática de una sociedad entera que eligió mirar hacia otro lado. Ese episodio no solo dejó cicatrices imborrables: nos enseñó que el horror no es ajeno, ni improbable.

Hoy, la historia vuelve a doler con una crudeza insoportable. Lo que ocurre en la Franja de Gaza no puede describirse con eufemismos. La matanza sistemática de civiles, la destrucción deliberada de infraestructura vital, los castigos colectivos y el bloqueo que impide incluso el ingreso de ayuda humanitaria no son errores ni daños colaterales: son actos que, según los parámetros del derecho internacional, se ajustan a la definición de genocidio. Con la diferencia de que, a diferencia de 1944, todo está siendo registrado en tiempo real: imágenes, testimonios, transmisiones en vivo. Estamos ante el genocidio más documentado de la historia. Y, aún así, la comunidad internacional sigue con los brazos cruzados.

¿Qué está haciendo este crimen impune con nosotros? Nos está deshumanizando lentamente. Nos estamos acostumbrando a ver morir niños desde la comodidad de una pantalla. Nos hemos vuelto expertos en racionalizar el horror, en justificar lo injustificable, en balancear la moral con la geopolítica. Pero este proceso no es neutro: erosiona los valores sobre los que supuestamente se fundan nuestras democracias. Si aceptamos este genocidio, ¿qué no aceptaremos mañana? La historia nos juzgará. Pero, lo más trágico, es que quizás ya nos estamos juzgando nosotros mismos… y fallando.