Después de varios meses de intenso trabajo, aquel campo sembrado de papas se veía hermoso, un verde esplendoroso era la promesa de una buena cosecha. Eran los primeros meses del año y las temperaturas en ocasiones amenazaban con cubrir de blanco, las vigorosas hojas llenas de vida.
Recuerdo que unas semanas previas a recoger la siembra, se acercaban a papá los compradores que año con año venían a casa a negociar el precio. Su trato era familiar y de camaradería, parecía que con el tiempo habían establecido una relación cercana y de confianza. Llegaban a un acuerdo y se pactaba el anticipo, con el que se aseguraba lo necesario para la contratación de los recolectores y la compra de las arpillas de ixtle para su empaque. Nunca vi que firmara un contrato ni nada por el estilo, salvo un pedazo de papel donde se asentaba la cantidad recibida, todo se sostenía en el valor de la palabra.
En una ocasión, cuando se anunciaron heladas en los estados vecinos de Nayarit, rondó muy cerca el fantasma de la desolación y vi a papá prepararse para no dormir y correr a abrir las compuertas de su acequia para que humedeciera las raíces de sus plantas y su fruto, tratando de protegerlas. Muchas plantaciones de Sinaloa se perdieron aquella vez. Gracias a Dios la de mi padre había logrado salvarse.
Fue entonces que llegaron a casa compradores desconocidos, buscando quedarse con la cosecha, ahora apetecible para quienes las habían perdido en otros campos devastados por el mal tiempo. Las ofertas sobrepasaban con mucho el precio pactado anteriormente por papá. No faltó quien al enterarse que no había un contrato de compraventa firmado con la persona a la que había comprometido el total de su cosecha, sugiriera que rompiera su acuerdo y aceptara la oferta de los nuevos compradores.
Era una gran oportunidad de hacer el negocio de su vida. Se peleaban por llevarse sus papas. Veía a papá contento. Bromeaba y sonreía. Pero también vi como despedía uno a uno esos compradores, agradeciendo su propuesta y afirmando que ya la tenía comprometida y a pesar de no haber ningún papel que lo obligara a cumplir, su palabra era lo que a él lo respaldaba y no podía por ningún motivo, faltar a ella.
Al preguntarle uno de mis hermanos mayores, por qué no aceptaba las tentadoras ofertas que le hacían, le respondió: “Hace muchos años, no sé cuántos ya, le vendo mi cosecha a la misma persona. Tengo la seguridad que en cuanto se acerca el tiempo de recoger la siembra, viene hasta mi casa y me busca para llevarse todo lo que se produce. El precio siempre varía, a veces pierde él, a veces pierdo yo. Pero lo cierto es que aquí, los dos ganamos perdiendo”.
Henry Miller, escritor norteamericano escribió en uno de sus libros “Ningún hombre pondría palabra por escrito, si tuviera el valor de vivir lo que cree”.
Cómo han cambiado los tiempos. Ahora ni con papales firmados o pactos aceptados existe la certeza de que se ha de cumplir un compromiso. En los años de mi niñez era rajarse, ser cobarde, y perdías toda la confianza de quienes te conocían. Pasabas a ser señalado como una persona sin dignidad. ¡Cuántas veces escuché decir: “El hombre es su palabra”!
¿En qué momento nuestras palabras dejaron de ser respaldadas por nuestros actos? Sin apenas darnos cuenta, nuestro mundo se llenó de promesas sin cumplir y poco a poco dejamos de darles importancia y hasta acabamos por acostumbrarnos. La manipulación de las necesidades de muchos acabó siendo justificada por el beneficio de unos cuantos. La traición no solo a los demás, sino a los propios principios de vida, se olvidan y se rechazan.
Nos vemos nadando en un mar de excusas que intentan disfrazar la irresponsabilidad de no aceptar los compromisos contraídos, El ganar por ganar sin importar las consecuencias, rebasó todo lo impensable dejando de lado todos los valores y principios éticos que aprendimos en la infancia en un ambiente familiar y con el ejemplo de quienes nos dieron la vida.
El valor de la palabra pareciera haber sido sustituida por la consigna de “sino puedes ganar por la buena, hazlo por la mala, pero hazlo”, y de ello abundan los ejemplos.
“Lamentablemente, en estos tiempos en que se ha perdido el valor de la palabra, también el arte se ha prostituido, y la escritura se ha reducido a un acto similar al de imprimir papel moneda”. (Antes del fin, 1999) Ernesto Sábato.
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