Es domingo y es día de descanso.

No de la vida y de lo bueno que ofrece, sino de las estridencias de la política y la cauda de vomitivos que significa su práctica y también algunos de sus protagonistas. Mañana volveré sin escape a esa escabrosa realidad.

Hoy que está tan fresco el aniversario de Ciudad Victoria, esa muchacha que a sus 267 años peina muchas canas pero tiene el vigor de una colegiala, prefiero encerrarme en mis recuerdos y si me permite hacerle perder su tiempo en esta lectura, para hacer una breve recapitulación de años maravillosos y gratos balances.

Conocí a esta capital en la década de los setenta. Quien escribe vivía en Tampico –también sitio de añoranzas– y estudiaba en la Facultad de Comercio en la UAT, en ese cálido sur.

Un -ahora viejo– amigo extraordinario, Salvador Bortoni, estudiaba Agronomía en Victoria y un buen día,

salvajemente bueno por lo que significó, nos invitó a un grupo de camaradas a pasar un verano en suelo cuerudo. Jamás acabaré de pagarle con afecto esa dorada oportunidad.

Eran los tiempos del auge en la Normal Superior y sus cientos y cientos de chicas de todas las edades, colores y sabores -literal- que conformaban un cálido y apetitoso, disculpe el exceso en el lenguaje, “buffet” para alma y cuerpo. ¡Ah qué días y semanas en donde todo parecía miel!

Los recuerdos me asaltan en tropel. El pasaje del camión constaba 50 centavos y a pesar de que la seguridad era un paraíso en ese tiempo, a las 8 de la noche detenían el servicio por la sencilla razón de que nadie daba un golpe después de esa hora.

El parque de Tamatán estaba en la orilla de la zona urbana y había que caminar casi desde la vía del tren porque algunas rutas hasta ahí llegaban. Una refresquería aledaña a la Normal era mi favorita porque se podía escuchar cuatro canciones con un peso y en las tardes era imperdible una cita en El Tíbet, un café en el 9 Hidalgo cuyo atractivo único en Victoria eran unos ventanales hacia ambas calles, para ver pasar a las chicas.

Jamás olvidaré esos días. Pero lo mejor vendría años después.

En julio de 1984 volví a esta ciudad para no irme jamás, al aceptar una invitación para ser cofundador del periódico

La Verdad al lado del maestro Alfonso Pesil Tamez. Empecé mi estancia con el pie derecho porque encontré, como me sucedió después una y otra vez, un grupo de amigos que me demostraron que Victoria es la sede de la amistad.

No quiero dejar a nadie afuera de esta visita al pasado, pese al gran cariño que les profesé y todavía les entrego, así que no mencionaré a alguien en forma directa. Todos y todas han sido amigos y amigas maravillosos.

Ahora, han transcurrido 33 años de esa llegada a la ciudad que me recibió con los brazos de par en par, que me ha brindado experiencias extraordinarias y cíclicamente me hace renacer con nuevos ímpetus, convirtiendo en minucias a los años acumulados.

Por todo esto, por lo vivido en esas tres décadas y un poco más, me declaro un fervoroso admirador de Ciudad Victoria. Ese tiempo a cuestas me concede licencia para repetir las palabras del inmortal poeta Pablo Neruda:

“Confieso que he vivido…”

Muchas gracias Victoria y muchas gracias a los victorenses. Más allá de mi cariño, sobre el cual soy muy generoso y plural –más de lo que debería– para entregarlo, pongo en las manos y corazones de todos, mi respeto.

¡Felices 267 años, mi adorada Vicky!…

LA FRASE DE HOY
“Así es la vida: Lo que más quieres, lo pierdes; al que te quiere, lo ignoras; a quien más te rechaza, lo amas; a quien más te ama, lo engañas y al que más te traiciona, lo perdonas…”
Anónimo

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