El invierno había llegado, y yo seguía viajando de ida y vuelta a mi trabajo por una carretera, que en aquel lejano tiempo; la mayor parte de éste, lucía poco transitada; el vetusto autobús de pasajeros conducía como siempre a un grupo de personas de ambos sexos, de diferentes perfiles profesionales, pero igual que yo, con el mismo objetivo, llegar sano y salvo a nuestra casa. En ocasiones, en el transcurso del trayecto, algún solitario personaje salía al encuentro del transporte para solicitar el ascenso y sumarse al conglomerado humano que representábamos aquellos viajeros frecuentes; y me tocó en suerte, en una de esas oportunidades, que se sentara a mi lado un hombre entrado en años, que lucía un bigote y barba entrecanos, un poco desaliñados, vestía ropa formal, pero no de reciente adquisición, pues podía observar el desgaste en el área de los codos de su saco y lo mismo en el área de las rodillas; como era mi costumbre, no percibiendo riesgos, me disponía a cerrar los ojos para tratar de dormir en aquel viaje de dos horas, procurando cubrir mi cara con la solapa de mi chamarra para evitar el contacto con el aire frío que se colaba en por las ventanas, que por su deterioro no alcanzaban a cerrar del todo; procurando no incomodar al pasajero de al lado, recargué mi cabeza en el ventanal; después de un rato y por el bamboleo del autobús, me fue imposible conciliar el sueño, lo que no pasó desapercibido para mi compañero de viaje, quien dijo: Están en tan mal estado las carreteras, que difícilmente podrá usted pegar el ojo, por tanto movimiento brusco que hace que el cuerpo rebote como pelota en pared; me le quedé viendo de reojo, y por no ser mal educado le contesté: Estoy de acuerdo con usted, pero verá que cuando a mí se me carga el sueño, duermo porque duermo. En seguida me preguntó si viajaba frecuentemente y a qué me dedicaba, de todo le di referencia, él me dijo que era jubilado y de unos años para acá, se dedicaba a escribir artículos para algunas revistas. No pude aguantar la curiosidad y le pregunté sobre los temas de su labor como escritor, y contestó que, aunque no era todo un profesional. le gustaba escribir sobre todo aquello que involucraba la búsqueda de respuestas del hombre, para entender la vida; me imaginé que era una especie de filósofo. Después le pregunté si era difícil abordar dichos temas, y me contestó que la mayoría de las respuestas a los incógnitas vitales, emergen del pensamiento, una vez que se logra mantener un grado de meditación que le permite al ser, más que ver hacia afuera, ver hacia dentro; después guardó silencio un par de minutos y me dijo, por ejemplo, antes de que pasará el autobús, estaba pensando en lo siguiente: Cuando se pierde la fe en sí mismo, se abre una puerta que conduce a la desesperanza, la mente trabaja en retroceso y busca reunir evidencias entre los recuerdos, que confirmen lo desaciertos que condicionan la pérdida de la autoestima, que de persistir, se traduce primero en ansiedad y después en depresión; cuando se pierde la fe en Dios, el espíritu vaga por el desierto de la soledad infinita, buscando una salida en el espacio de transición de la frontera entre el ser y el estar, para aprovechar su condición etérea y escapar del cuerpo en busca de la luz que lo guiará por el universo.
No sé en qué momento me quedé dormido, mucho menos en dónde se bajó del autobús mi compañero de viaje, pero me dejó como tarea, descubrir si todo lo que había ocurrido era tan sólo un sueño o en verdad viajaba con un filósofo de otro tiempo.
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