Estos días grises, nublados con mucho frío y con lluvia, me llevaron a recordar los relatos del gran poeta chileno Pablo Neruda, en su libro autobiográfico “Confieso que he vivido”, que narra entre sueños casi al final de su vida, su infancia en la Araucana y afirma nostálgico: “mi único personaje inolvidable fue la lluvia… La lluvia caía en hilos como largas agujas de vidrio que se rompían en los techos, o llegaban en olas transparentes contra las ventanas, y cada casa era una nave que difícilmente llegaba a puerto en aquel océano de invierno”.

A mí también me encanta la lluvia. Así como relata Neruda, igualmente puedo decir que la lluvia ha sido un elemento que ha marcado mi vida, llenándola de momentos inolvidables.

Recuerdo con tanta añoranza las tardes de mi infancia, donde sentada sobre el marco de la ventana que hacían aquellas enormes paredes de arcilla que daban forma a la casa de mis padres, disfrutaba ver el escenario que me brindaban las gotas de agua que caían con tanta fuerza sobre una corriente que cruzaba el centro de la calle, de pronto convertida en un río caudaloso.

 Ansiosa, esperaba a que pasara la tormenta y ya sin aire, sin truenos, ni relámpagos, justo cuando empezaban a dispersarse las nubes y apenas si caía una brisa sobre mi cabeza, bajaba a jugar y en medio del arroyo que aún corría con fuerza, colocaba mis barquitos de papel; los seguía por unos metros caminando entre el agua, hasta que se alejaban desapareciendo al bordear la última casa de la esquina, siguiendo su curso hasta llegar al río.

En el verano de mi pueblo, casi todos los días llovía por las tardes y algunas veces pude percibir que, al ir pasando la tormenta, de repente, en medio de algunas nubes que aún aparecían perdidas, inesperadamente, medio se asomaba el sol, vistiendo el paisaje con un hermoso arco iris, que bajaba hasta las colinas, brindándonos la oportunidad de presenciar la majestuosidad de la naturaleza.

Finas líneas unían colores mágicos, matizados en tonos suaves del morado al azul, del verde al amarillo, del naranja al rojo, en un espectáculo asombroso que despertaba la algarabía de niños y adultos.

En la Biblia, nos dicen que representa el pacto de Dios con los hombres, interpretada como una señal que puso fin al Diluvio; que simboliza el puente entre el cielo y la tierra y conecta lo divino con lo terrenal. En Italia, se dice que el arco iris es un símbolo de paz y esperanza y para quienes poseen cualidades artísticas, es un motivo de inspiración.

Pero sin lugar a duda, todos podemos ver a simple vista, sin más análisis temático, ideológico o religioso, el resultado maravilloso de mezclar tantos colores a la vez. Nos muestra la belleza del contraste, de lo diferente. Me pregunto ¿habrá alguien a quien no invite a la reflexión observar detenidamente el arco iris?

¿Sería igualmente hermoso si poseyera un solo color? Imaginemos un arco iris solo vestido de verde, de amarillo, rojo o azul. No definitivamente, no. Me roba la posibilidad de fantasear lo mágico.

De igual manera, imaginemos al ser humano siendo todos de un mismo color, raza, etnia, nacionalidad, clase, casta, religión, con las mismas costumbres, tradiciones y creencias, lengua, los mismos gustos, los mismos intereses, las mismas condiciones económicas; me pregunto, ¿eso sería suficiente para evitar la discriminación entre los hombres, seríamos más felices si entre nosotros no existieran distintas formas de pensar, de hacer, de creer, de soñar?

Si el afán de ser siempre mejor que los demás, de defender e imponer nuestra razón y nuestros puntos de vista, se deriva simplemente de la necesidad narcisista de sentirnos superiores, basados solo en el hecho de haber nacido con un determinado color de piel, o de poseer un nivel académico alto o poseer más riqueza, es decir por estar en una posición social de privilegio o poder, es muy cuestionable.

Hoy sabemos que nada nos produce mayor felicidad, que el encontrar formas de vida alejadas de la competencia laboral y de la búsqueda insaciable de riqueza, reconocimiento y poder, según nos muestran los parámetros que nos dictan los resultados de las encuestas realizadas en los países escandinavos, los más felices del mundo, donde colocan a su gente en el centro de sus afanes, en igualdad de condiciones, respetando sus diferencias.

Donde el desarrollo de la generosidad y la empatía, la solidaridad y la convivencia social y familiar, además del contacto con la naturaleza ofrecen las condiciones necesarias para satisfacer los requerimientos de un crecimiento equilibrado, que integra todas las áreas de la vida humana, económica, intelectual, emocional y espiritual, lo más cercano al concepto que conocemos como felicidad.

Finalmente como decía Jean Paul Sartre: Felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace.

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