Existen almas que son afines y tienden a caminar en unidad en los confines de una vida familiar, teniendo como propósito común, el reconocer la comunión de las virtudes que Dios les obsequió para armonizar su existencia parental, hay almas hermanadas, más que por los vínculos de consanguinidad, por la necesidad de sentirse amadas, sintiendo que existe una unidad divina generada por la energía que emana de la luz interior de un corazón, donde el Señor sembró la semilla del amor filial.

Entre la luz del sol y la propia, con la mayoría de edad se presenta una cortina gris, difícil, por ello les resulta a los ojos ver entre la bruma, más no al corazón, cuyo palpitar tiende los lazos por donde se guían las almas en la oscuridad, que, a menor edad, sufrieron un serio quebranto a su identidad, que debiendo ser siempre amadas, de pronto se sintieron en la orfandad.

En aquel viaje no preguntamos a dónde íbamos, pues el destino final sólo lo conoce Dios, pero sabíamos que en el trayecto las almas de los viajeros se abrazarían para enfrentar cualquier situación desagradable, porque resultaba inaceptable tomar la ruta de la momentánea felicidad, si no se dejase atrás lo que al equipaje le resulta ser más pesado, por eso todos nos aseguramos el vernos más livianos y sólo cargar con la sinceridad de los afectos que nos hermanan, los recuerdos de una niñez llena de juegos infantiles, de abrazos y caricias de los que con sinceridad nos amaron siempre, de nuestra juventud de ayer nos llevamos nuestros mejores esfuerzos, mismos de los cuales aún hacemos alarde para vernos sin defectos, de nuestra belleza y fortaleza primaveral,  previa a la otoñal, el deseo de encontrarnos con nosotros mismos para recompensarnos como siempre merecimos, y del invierno que se aproxima, de ese, de ese no quisimos hablar, porque aún nos falta mucho recorrido por disfrutar.

Dedicado a los que se subieron en el brioso caballo blanco de la armonía, el amor y de la paz, dedicado a María Elena, Aminta, Jorge y al autor de esta narrativa.

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