Eran escenarios que se han quedado guardados en mi memoria, aquellos inmensos pastizales del Paso Ancho y decenas de vacas pastando dispersas en las colinas reverdecidas por las lluvias y el ritmo acompasado de las aguas del rio, donde se refugiaban familias de patos silvestres.
Cómo disfrutaba esas tardes cuando nos llevaba mi madre a visitar la ordeña de papá y después de nadar y jugar en el agua, intentando acercarnos a los polluelos, saboreábamos un vaso de leche espumosa con sabor a hierba, acompañada de unas conchas de pan, recién horneadas por mis vecinos. Humm ¡que delicia!
Me llamaba mucho la atención como el Oso, su hermoso perro pastor alemán, le ayudaba a acercar una a una las vacas que iba a meter al corral. Correteaba y perseguía las seleccionadas previamente por mi padre y como jugando, lograba introducirlas lejos del corral de los becerros, lo cual impedía que en el transcurrir de la noche se revolvieran y se bebieran la leche comprometida con las vecinas en la entrega del día siguiente.
Cuando llegaba la temporada de sequía y se agotaban las reservas de pastos, papá llevaba sus vacas con sus amigos sierra adentro, donde las condiciones para su alimentación eran mejores.
Nos platicaba que una vez de regreso a casa, en medio de los cerros, todavía lejos del pueblo, de pronto y sin razón aparente, su caballo empezó a “cabritear”, siendo imposible controlarlo. Cada vez con más fuerza se empinaba, afirmándose sobre sus patas traseras y levantando las manos, hasta que la fuerza de sus piernas no fue suficiente, perdió el equilibrio y lo tiró al piso; al caer, golpeó sobre unas rocas y perdió del conocimiento por un rato.
Contaba que, cuando empezó a recuperar la conciencia, en el silencio que lo acompañaba pudo identificar el jadeo del Oso que se mantenía echado a su lado. No se había separado de él mientras estuvo inconsciente. Cuando abrió los ojos, pudo ver a unos metros de distancia a su caballo ensillado y tranquilo, espantándose las moscas con su cola, pastando entre las hierbas del camino esperando que se levantara.
Poco a poco se recuperó y cual va siendo su sorpresa, que cuando al fin pudo ponerse de pie, a unos cuantos pasos al frente, estaba una serpiente cascabel con la cabeza aplastada y con golpes en todo su cuerpo. Entendió, entonces, que el caballo se había asustado al momento de percibirla. Seguro la pelea no había sido fácil, pero había logrado matarla.
Ambos conocían muy bien el camino de regreso a casa y aun así, leales, no lo habían abandonado, permanecieron a su lado esperando por él.
Siendo sincera, cuanto aportan a la vida familiar los animales. Se ganan el cariño y las atenciones con su nobleza y entrega a chicos y grandes.
Pero hoy en día, creo que se les ha perdido el respeto. Se ha violentado su naturaleza y se intenta a través de la domesticación, la humanización de su conducta, depositando en ellos emociones y sentimientos de quienes ahora se dicen sus “padres”.
Cada vez es más frecuente ver como se adoptan prácticas que a la larga hacen daño a las mascotas, presumiendo su gran capacidad de respuesta a los estímulos que se les ofrecen disque en su educación.
Se ha llegado al extremo de adaptarles una especie de “periquera” para llevarlos a la mesa a comer, o de enseñarles a orinar en el inodoro, de compartirles la cama por las noches, de utilizarlos como damas de compañía de los pequeños, disfrazarlos no solo en el día de Halloween, sino vestirlos cotidianamente sin importar las condiciones climáticas, con todo tipo de accesorios que se exhiben en las ahora tiendas especializadas en mascotas. De cargarlos en los brazos o llevarlos a los centros comerciales y pasearlos en carreolas como a los bebés.
Coincido con los defensores de animales que aseguran que el maltrato que reciben no solo se limita a la agresión física o verbal, sino también en el otro extremo, en la sobreprotección, en la manipulación y sometimiento, en la negación de sus propias necesidades.
En hacerlos que aprendan hábitos humanos y anular su instinto animal. No solo llegan a formar parte de las familias, sino que los “educan” hasta transformarlos en uno más de su grupo.
Decía Edward O. Wilson que “cada especie es una obra maestra, una creación hecha con extremo cuidado y genio”, la “humanización” de los animales no es más que una forma de amor malentendida, una forma mas de maltratrato.
El animal tiene derecho a seguir conservando su esencia.
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