¿Como lo construyo?, ¿dónde lo aprendo?, ¿en qué consiste?, ¿para qué me sirve? Creo que es algo fundamental para todo ser humano el respeto a sí mismo y es importante intentar encontrar respuestas a tantas interrogantes, sin embargo, todo apunta a desvanecerse en cuanto nos enfrentamos con situaciones que evidencian la falta de autoestima, el desconocimiento de nuestro valor como persona, sin mediar cuestiones políticas, deportivas o de fe y mucho menos de patrimonio o formación profesional.
Siempre me educaron desde casa en el respeto a los demás, en el saber escuchar y aceptar para evitar confrontaciones, en manifestar consideración y prudencia en mis relaciones familiares y de amistad y dejaron de lado, una parte fundamental en la formación íntima de mi personalidad: el respeto por mí misma.
El aprender a conocer mis capacidades de discernimiento, el desarrollar la habilidad para debatir con razones que sustentaran mis puntos de vista y tener una respuesta asertiva en los desacuerdos, fue algo definitivamente vetado; el formarme en el acierto y error, sin sentirme superior o inferior a los demás, el saber expresar y defender mis opiniones sin culpas ni remordimientos, alejada de las comparaciones, simplemente impensable en una sociedad dominada por un patriarcado, que termina sometiendo la euforia natural del aprendizaje, la voluntad incipiente por defender lo que se quiere.
Jamás se me preguntó si estaba o no de acuerdo, y mucho menos se me pidió mi opinión. Desgraciadamente la primera palabra que aprendí desde niña fue “NO”, con todo lo que conlleva. No era apropiado expresar mis necesidades, mucho menos mis emociones. No se hablaba de eso.
Había que aprender a comportarme, a dominar mi carácter, a dejar de cuestionar y a domesticar mi rebeldía, y supe entonces desde niña las consecuencias de reprimir mis sentimientos. Aprendí a ser dócil, obediente, buscando la aprobación y el amor de mis padres, maestros, amigos y de todos los que me rodeaban, y poco a poco, renuncié a explorar dentro de mí aquello que me diferenciaba, lo que hacía de mí una persona valiosa, única e irrepetible.
Dejé atrás la posibilidad de desarrollar la habilidad para tomar decisiones por mí misma y buscar que se respetaran, pese a todas sus consecuencias, aun cuando pudiera estar equivocada. Y, sin embargo, con el tiempo aprendí, que precisamente saber elegir y asumir riesgos, es el mejor camino para el aprendizaje y la madurez emocional.
Comprendí que desarrollar el respeto por uno mismo sin duda era necesario e indispensable y que iba de la mano de saber quiénes somos, como somos, de identificar nuestras habilidades, de tener conciencia de nuestra valía; de expresar los sentimientos que nos identifican sin temor a ser juzgados o criticados; de disfrutar lo que nos gusta y rechazar lo que nos disgusta. De atender de primera mano nuestras necesidades, sin poner en otros nuestra propia realización.
Sentí la necesidad de reconocerme y valorarme, de aprender a quererme, a cuidarme, a impedir que algo o alguien me dañara, pero también fue un llamado a reclamar que se me reconociera mi espacio, mi forma de ser y de pensar, a evitar que fuera invadida mi intimidad. El aceptarme y sentirme cómoda con mi cuerpo, con mi propia imagen, a pesar de mis defectos, a apropiarme de todo aquello que me caracterizaba y me daba fortaleza.
Entendí que respetarme es defender mi derecho a ser diferente, a disentir, a cuestionar y cuestionarme. Establecer relaciones familiares y sociales sanas, sin chantajes ni sometimientos. Estimular mi creatividad y desarrollar mis capacidades, identificándome con lo que mejor me sale, sin intentar imitar o menospreciar a los demás.
Vivir sin juzgarme por los errores cometidos y considerarlos como oportunidades para intentarlo de nuevo en una forma diferente, reconociendo el daño causado y mitigando sus consecuencias. Dedicarme tiempo y convivir conmigo misma para identificar que puedo modificar de mi conducta sin cambiar mis objetivos, sin claudicar.
Respetarme es aprender a negociar sin ceder. Es vivir fiel, leal y comprometida conmigo misma, con mis ideales y mis propósitos de vida, aceptar sin conceder por llevar la fiesta en paz o para ser aceptada en ciertos grupos sociales. Es reconocer mi derecho a ser feliz con lo que soy y lo que tengo. Es coincidir conmigo misma. Aceptarme y desarrollar una actitud positiva hacia mí, sin reproches, sin justificaciones. Encontrar la paz del alma, sin confrontaciones o nostalgias por haber dejado de hacer lo que más deseo.
Convencida recupero esta frase de Mahatma Gandhi: “No puedo percibir una mayor pérdida, que la pérdida del respeto hacia uno mismo”.
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