Si me ves cansado, no me mires con desdén, ni apatía, quiero escuchar de ti las mismas palabras que me dijiste aquel primer día, cuando nuestros mutuos cansancios no tenían que competir, sí, ayer, cuando tus cálidas y juveniles manos me regalaban tiernas caricias, adivinando con precisión los puntos neurálgicos del dolor que yo sentía, y que suelen acumularse con los años.

Si me ves por demás callado, háblame suavemente al oído, no importa lo que me digas, porque a través del sutil rose de tus suaves labios, sabré de inmediato que podría no escucharte, pero si sentir que aún me amas como ayer, sí como ayer, cuando me tenías tan acostumbrado a soñarte y hacer realidad mis sueños de estar siempre contigo, en aquella intimidad tan esperada para fundirnos en un abrazo y hacer de nuestros cuerpos uno solo y terminar así con la fría costumbre de echarle la culpa al tiempo de quedarnos dormidos.

Si me ves mirando al infinito, no pienses que la soledad es mi acompañante, te estoy esperando aquí solito y te he dejado un espacio, que aunque te parezca chiquito, para mí es tan grande como el cielo mismo, por eso, ven a acurrucarte aquí conmigo, porque bien sabes que en aquel sentido recorrido interminable, siempre veré nuestras figuras tomadas de la mano, y cuando pareciera que el camino ha terminado, no dejes de mirarme, porque yo te aseguro que nuestros espíritus seguirán unidos, aunque ya caminen despacito.

Si me ves contento y encuentras en mis ojos el maravilloso brillo de la vida, es porque me ilumina la luz del amor, que resplandece del amante corazón que me entregaste, en aquel nuestro primer día, y que hoy sigue latiendo fuerte, emitiendo la energía, para que el mío siga latiendo, dando fe del  motivo que tuvo Dios, para que camináramos juntos a la eternidad por él anunciada y prometida.

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