¿Cuántas veces permanecí meditando en aquel espacio sin aparente significado para muchos, pero tan especial para mí… y por qué? ¿Qué me llevaba a ese lugar, ubicado en la medianía del cotidiano tránsito de cuerpos y almas, a la misma hora? La verdad, nunca lo supe, pero me sentía tan relajado al estar sentado cómodamente en una línea de virtual transición, que separaba lo material de lo espiritual; ahí, donde la ocurrencia de los milagros era parte de mi total entrega y consentimiento, a aceptar sin temor el origen de nuestra dualidad, donde sin duda, mientras cerraba los ojos, mi espíritu podía viajar con toda libertad por aquellos bellos parajes y observar con detenimiento todas las características que me ofrecía la naturaleza, y concederme el acceso a poder tocar, oler y sentir, cómo la vida, de nuestra vida, se generaba para darle sustentabilidad al planeta.
Viajar sólo con la finalidad de ser feliz al estar tan cerca de las personas tan amadas, en los lugares más deseados y estimados, alejado de toda corrupción, de toda mala intensión, hablando el lenguaje del amor, la única forma de comunicación, que nos permite identificarnos como iguales, sin exhibir intereses mezquinos, ni originar emociones dañinas, humana y divinamente solidarios, disfrutando de un todo, creado para todos con igual medida.
No sé cuándo mi extraordinaria capacidad para desarrollar el potencial que libera al espíritu se fue limitando, pero no me consumo en la ignorancia, porque, así como la energía alcanza para evocar hechos inmemorables a los que damos en llamar casualidades, me sigo moviendo en una medida de tiempo, paralela al tiempo que todos decimos vivir y no conocemos.
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