(Cuento corto)
Había una vez un espejo, que no siendo mágico terminó por serlo, pues con mucha frecuencia, quienes hicieron uso de él, sin saber porqué, después de ver reflejada su imagen, solían hacerle una pregunta, y por curioso que pareciera, siempre preguntaban lo mismo: Espejo, espejo, tú que tienes el poder de ver lo que yo no puedo, dime ¿quién soy? Cómo el espejo sabía que de contestar aquella pregunta, se negaba a hacerlo, pues debido a tan espectacular descubrimiento, podría condenarse a ser esclavo de aquél o aquellas personas que tuviesen la osadía de arrebatarlo del lugar donde dichosamente pendía; más como suele suceder en toda fantasía, llegó el momento en el que el espejo tuvo que responder, pero no lo haría directamente, emitiendo un sonido parecido a la voz humana, pues carecía de la misma, mucho menos, con movimientos del marco que lo contenía, como si tuviera brazos y manos, decidió pues, hacerlo de la manera que le correspondía y esta fue reflejando la verdadera imagen de aquellos que tanto le insistían en saber quiénes eran en verdad y que para lograr dicho propósito, tenían que empañar con su aliento la nitidez de su claridad; habiendo hecho este procedimiento, lo que seguía era que el sujeto debería de ir limpiando poco a poco la superficie del espejo, siguiendo una dirección de arriba hacia abajo, hasta dejar el rostro al descubierto, tal y como si fuera un velo que cae de la cara; sería entonces cuando el preocupado personaje podría reflejar su verdadero rostro y con él, evidenciar su verdadera personalidad.
La primera persona en preguntar fue una mujer, que siendo hermosa, sentía que no lo era, así es que hizo la pregunta citada y ello generó la salida de abundante vapor por su boca, empañando el cristal del espejo en su totalidad, más el miedo de saber quién era le impidió saber la verdad, soltó entonces el llanto y dijo estar muy arrepentida de tratar de engañarse a sí misma, aceptó no ser justa, porque se dejaba llevar por la contradicción y la mentira, de ahí que se retiró sintiéndose un tanto complacida, porque se salió con la suya, aceptándose como era, sin la necesidad de consultar más al espejo.
Después se acercó un hombre de edad madura, y sin más le preguntó al espejo, saliendo de su boca de inmediato abundante vapor que evidenciaba con ello la prisa o desesperación por saber lo que le deparaba la claridad del espejo, y cuál fue su sorpresa, al ver lo que se reflejó, entonces dijo: Pero qué barbaridad, ¡soy un viejo! y en cada una de mis arrugas veo reflejada la amargura de no haber podido ser como quería, y mucho menos el poder haber sido como los demás hubieran querido que fuera; el hombre se retiró llorando sin tener a su lado ninguna compañía.
Después acudió al espejo un joven lleno de vitalidad y de energía, e hizo la pregunta que todos le hacían: ¿Quién soy yo?, más antes de que el espejo se pudiera empañar, al ver su rostro reflejado en el cristal dijo: ¿Acaso soy el hijo de aquellos que me antecedieron?, soy hermoso sin duda como mi madre, aunque ella no lo vea así, soy la suficiencia y voluntad que le faltó a mi padre para no sucumbir ante la amargura por lo que pudo ser y no fue, mas, igualmente me acosa el miedo, por estar sujeto a los efectos del tiempo y las circunstancias adversas que me pueden hacer fracasar y reflejar todo aquello que no quiero en el presente y menos en un futuro en caso de vivir más.
Moraleja: De tener plena conciencia, nadie debería de preguntarle a un espejo quién se es, pues la respuesta siempre la encontraremos en nosotros mismos, lo que falta es aceparnos como a sí mismos y aceptar a los demás como son, el resto lo hará la inteligencia, que apoyada en los valores nos conducirá por el camino correcto para allegarnos felicidad, antes que la amargura ocupe su lugar.
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