Vivimos en una época en la que pareciera que los individuos colaboran por el bien de todos. Las redes sociales están llenas de campañas de ayuda, de iniciativas para la paz, de discursos sobre solidaridad y de llamados a la empatía. Sin embargo, al observar con atención, podemos ver que estas colaboraciones aparentes están profundamente teñidas por el interés propio. Me viene a la mente la perspectiva de Thomas Hobbes, quien, con una claridad que aún hoy nos interpela, entendió al ser humano como un ser esencialmente egoísta, motivado, en última instancia, solo por su beneficio personal. Según Hobbes, sin un poder soberano que limite este egoísmo, cualquier noción de bien común es sencillamente imposible.

En su estado natural, cada persona actúa según sus propios intereses, guiada por el deseo de asegurar su supervivencia y satisfacer sus deseos individuales. Esta visión, aunque cruda, me resulta reveladora cuando la aplicamos a los problemas actuales. Tomemos como ejemplo el cambio climático, un desafío que necesita de un esfuerzo global y coordinado para enfrentarlo. Países y empresas afirman estar comprometidos, pero si observamos de cerca, sus decisiones suelen basarse más en lo que les conviene económicamente que en un verdadero compromiso con el bien del planeta. Los países desarrollados, responsables de una gran parte de las emisiones históricas, tienden a exigir sacrificios a las naciones en desarrollo mientras, en muchos casos, no están dispuestos a ceder en sus propios intereses económicos. Aquí, la colaboración global no es una cuestión de virtud, sino de conveniencia y de imagen, donde las grandes potencias calculan su “cooperación” en función de lo que más les beneficia en el corto plazo.

La pandemia de COVID-19 también reveló esta faceta. Al inicio, las naciones se enfrentaron a una crisis global en la que la colaboración parecía ser la única salida. Sin embargo, cuando llegaron las vacunas, vimos una carrera por asegurar la mayor cantidad de dosis, donde las naciones más ricas acapararon recursos sin importar las consecuencias para los países menos desarrollados. Este comportamiento, motivado por la seguridad nacional y el beneficio propio, muestra cómo, sin una autoridad central que obligue a una distribución equitativa, cada actor persigue su interés y cualquier “solidaridad” queda supeditada a la conveniencia del momento.

El bien común, en esta visión, no es un objetivo alcanzable si se confía en la “buena voluntad” de las personas o de los países. Necesitamos leyes y autoridades capaces de hacer cumplir las normas, no porque las personas actúen por virtud, sino porque se les obliga a actuar en función del beneficio colectivo. En la actualidad, vemos esta necesidad en la regulación de las grandes corporaciones tecnológicas, que concentran un poder tan vasto que, sin una autoridad que les imponga límites, operan de acuerdo con sus propios intereses, impactando la privacidad, la información y la misma democracia en su afán por maximizar beneficios.

Así, la paz y el orden que vivimos en sociedad no son producto de la generosidad o la virtud humana. Son logros de un sistema que impone reglas, sanciones y límites a los actos motivados por el egoísmo. Porque, si bien el discurso altruista es atractivo, en el fondo sabemos que nuestras decisiones responden primero a nuestro interés personal.