Siendo el segundo de diez hermanos, desde muy pequeño mi madre me decía que era una persona poseedora de la virtud de la paciencia, a esa edad me era difícil saber a qué se refería y solía preguntarle, y ella me contestaba que sabía escuchar a las personas, entonces le decía: Pero si todos tenemos oídos, podemos escuchar. Así es, respondía mi madre, todos tenemos oídos, pero no todos escuchan con el corazón.

Hoy estuve muy atento a escuchar con el corazón, la persona que estaba frente a mí, sin que dijera una palabra, pude escuchar a su alma lamentarse, entonces le pregunté: ¿Quiere contarme lo que le pasa? Me miró, su mirada reflejaba la tristeza y de su boca fue saliendo el dolor en forma de palabras; al terminar su narrativa me pidió un consejo, y entonces le dije los siguiente: Hoy salí temprano de mi casa rumbo al trabajo, antes de subir al auto, me despedí cariñosamente de mi esposa, así como lo he hecho durante toda nuestra vida matrimonial, mas no pasó desapercibida la tristeza reflejada en su bello rostro, lo que me inquietó y motivó en mí, el mismo sentimiento. Por el camino, me fui pensando en cuál sería el origen de su congoja, motivos, pudiera haber muchos, porque como madre y abuela que es, siempre está preocupada por el bienestar de sus hijos y de sus nietos, y si esto no fuera suficiente, también se preocupa por sus hermanos, sobre todo por aquellos que necesitan algún consuelo o cuidado especial; mas no puedo deslindarme de la parte de responsabilidad que como esposo me toca, incluso, llegué a pensar que tal vez la mayor parte de su mal estar tiene algo que ver conmigo.

¿Qué espera una esposa de su esposo? Sin duda, espera más de lo que puede esperar una mujer de un hombre, y con ello entendemos, que desde el momento mismo en el que se concretó el sacramento matrimonial, la esposa espera del esposo el cumplimiento incondicional de un sagrado compromiso:  ser amada y respetada toda la vida.

Cuando el esposo, sintiéndose fortalecido por el amor de Cristo, ama a su esposa como a sí mismo, y decide cuidarla y respetarla en la confianza que otorga la seguridad del vínculo del amor, de pronto se olvida del compromiso sacramental y deja que emerja la esencia primitiva del hombre, para que éste siembre por su inconciencia, la semilla del desconsuelo en el corazón de la esposa, quien presa de la desilusión, deja que la mujer que hay en ella, desate también su naturaleza primitiva, olvidando el amor por Cristo, dejando que el dolor, fertilice en su corazón, el desencanto, y el claroscuro entorno generado por la falta de comunicación, ensombrece la vida matrimonial. Me pregunto entonces: ¿puede el esposo dejar de ser hombre o la esposa de ser mujer? ¿Puede más la oscuridad que la luz divina? ¿Debe por ello, el esposo o la esposa, dejar que reine la tristeza en su vida matrimonial?

Todo corazón arrepentido por la ofensa, buscará aferrarse a la luz para salir de la oscuridad, sabe que jamás perdió la esperanza, y por amor, encontrar en la mujer a la esposa, y en ella a Jesucristo.

Cuantos desearíamos ser como antes, sentir el gozo de ver cómo la luz del amor sigue iluminando el rostro de nuestra amada, cada vez que se regresa de la ausencia indeseada o al término de las tareas del día, y poder hablar gustoso del esfuerzo honesto de su quehacer y de los logros. Cuantos quisieran recargarse en el regazo de su amada al llegar cansados y quedarse dormidos, soñando siempre lo mismo, que el amor que los une es tan grande y bendecido, que ninguna pena ajena, ni insidia envenenada, ni egoísmo destructivo, pudiera ser motivo de que en el hermoso rostro de la esposa se dibuje la tristeza.

La mujer escuchó con el corazón las palabras que salieron del mío, después sonrió y agradecida, encontró la respuesta a su congoja.

Dios los creo varón y mujer, y los bendijo diciéndoles: “Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Libro del Génesis) Dios miró todo lo que había hecho y miró que era bueno y los matrimonios  unidos por amor son buenos.

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