Hace muchos años, tantos, que no recuerdo muy bien cuántos, tuve por amigo un perro y un árbol; decÃan mis padres que tanto el perro como el árbol eran mÃos, pero si hubiese sido asÃ, me acordarÃa de cuándo me los obsequiaron y la verdad nunca conocà al perro siendo un cachorro, ni recuerdo haber sembrado el árbol, los recuerdo más bien, haberlos conocido como un perro y un árbol de años, a los cuales me aferré en mi niñez como si se tratara de mis mejores amigos; y es que mi perro y mi árbol tenÃan algo en común conmigo, parecÃan tristes, como triste sin duda era yo, sin saber por qué.
Aquel bendecido dÃa que me hice amigo de ellos, triste como estaba, me fui arrastrando mis pequeños pies por la tierra, mientras que los rayos del sol caÃan sin clemencia sobre mi pequeño cuerpo de tres años y decidà refugiarme bajo la sombra del único árbol que se hallaba sembrado en medio del patio, de una casa que mi abuelo paterno construyó en Monterrey Nuevo león, en un lote que comprara cerca de la Fundidora de Acero; casa a donde llegaba para atender asuntos de negocios en el ramo farmacéutico, y para pernoctar cuando acudÃa a alguna función de teatro o de ópera, ya que la familia atesoraba la cultura como uno de los bienes más grandes que alguien podÃa tener.
Todas aquellas tardes, de los años 56 al 58, en lugar de dormir la siesta, preferÃa pasarlas junto a mi árbol, recargado en su anfractuoso tallo y junto a mà , muy cerca de mis piernas, sintiendo el calor del cuerpo de aquel noble perro, que por cierto, era muy bueno para escuchar y nunca mostró fastidio por tantas cosas que le decÃa, siempre paciente y atento a cada movimiento mÃo; no cabe duda, que era un perro poseedor de una sabidurÃa especial; era sumamente sensible para detectar los cambios de mi estado de ánimo, cuando me veÃa alegre, movÃa acompasadamente su cola y brincaba graciosamente; si me encontraba triste, igualmente adoptaba una pose melancólica, cuando veÃa rodar mis lágrimas por las mejillas, se acercaba a mi cara y con su fina lengua aterciopelada, evitaba que éstas cayeran al suelo. Cómo extraño a mi perro, cómo extraño a mi árbol y a la energÃa que los movÃa, unos la llaman alma, quiero creer que sà lo era, tanto, que después de su muerte me siguieron acompañando hasta que la madurez llegara a mi persona y empezara a sentir las vibraciones de la energÃa que emana de aquellos que son poseedores de un corazón igual que el mÃo, dispuesto a perpetuar los lazos de amistad más allá de la distancia, de los años y de la muerte, asà como siento que me acompañan aquellos seres tan queridos que estuvieron conmigo en los momentos más importantes de mi desarrollo emocional.
Ayer, cuando fui niño, cuando la Inocencia era mi más sobresaliente virtud; ayer, cuando solÃa creer que era poseedor de un gran poder con el cual podÃa comunicarme con otros seres más sensibles que la raza humana, fue cuando me fortalecà espiritualmente para pasar a tener el poder para tejer los lazos de amistad con las fibras más sensibles que emanan de los corazones que se han hermanado conmigo hoy y siempre.
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