Qué larga es la distancia y la espera, qué corto el espacio, qué reducido el espacio donde las ilusiones se quedan, qué aire tan enrarecido y viciado se respira en la máscara de miedo que portamos, qué calor tan bravío que se deja empujar por la onda de frío que está por llegar.
Qué tristeza tan honda y molesta, que se anuda en la garganta y no nos deja gritar, y ante tanto desfiguro me pongo a llorar; ya no imploro, ya no oro y mi cuerpo rendido, tendido en la tierra se dispone a descansar, mientras espera que el espíritu divino despierte y se asome levante, para poderse marchar.
Cuántos desaciertos en este concierto que no termina por afinar, cuánto tedio, cuanto hastío, cuánto vacío va dejando al pasar, dejando al azar que se teja el destino, al no poder hacer más para seguir el camino.
Cómo no llegar cansado con tanto peso arrastrando detrás, sintiéndose derrotado al no poder ayudar más, cuando la ignorancia y el sin sentido, la muralla empuja, pudiéndola derribar para vencernos y hacernos fracasar.
Y la mente delira de tanto pensar, tratando desesperadamente de ahorrar energía para podernos salvar, y la gente que miente, sea el necio o el resentido, sea de abajo o sea de arriba, nos quiere engañar poniéndonos al frente del tal enemigo sin podernos blindar.
Cuánto rencor, cuánta insidia, cuánto temor, cuánto egoísmo y orgullo indecente, cuánta locura que causa la amargura por pensar diferente, cuánta falta de amor, amor que está siempre ausente, cuánta falta de perdón por las víctimas que pelearon de frente y no se pudieron salvar.
Cuánto rencor dispersado, cuánto fervor simulado, por no sentirse amado en el pasado reciente, valiente pobre insurgente, que nunca será liberado por lo que lo ha esclavizado.
Cuántas risas perdidas, cuántos rictus de dolor hay en el presente, cuánto llanto ha llegado a nuestra vida, por no prevenir lo que llegaría a nuestro presente, por no ser cociente y tomar en serio las claras medidas de prevención que nos protegen y cuidan.
Cómo empezar de nuevo, cuando no se tiene plenamente el control, cómo recuperar la seguridad, la paz y la vida, cómo la deseada felicidad percibida.
¿Y Tú dónde estabas, divino Señor? Estás aquí hoy y siempre conmigo, quitándome la venda de los ojos que me he autoimpuesto por el pecado, destapando mis oídos para escuchar con atención y gentil agrado, tus palabras de amor que siempre me han guiado, para obtener perdón y alcanzar la salvación que por necio había olvidado.
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16:15)

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