Cada año pasa lo mismo y, sin embargo, cada año parece que nos agarra por sorpresa. Lluvias que no paran, calles que se vuelven ríos, casas que se desmoronan como si estuvieran hechas de cartón mojado, familias enteras que lo pierden todo… y un gobierno que llega tarde, mal y a veces ni llega. ¿De qué sirve un Estado si no puede proteger a su gente en lo más básico? ¿Para qué queremos una autoridad que no aparece cuando el agua arrasa?

Lo que duele no es sólo la lluvia. Duele la indiferencia. Duele ver que hay presupuesto para campañas, espectaculares, giras, selfies y discursos, pero no para limpiar un drenaje antes de que colapse. Duele que el show político tenga mejor logística que la ayuda humanitaria. Y duele, sobre todo, que parezca normal.

Nos hemos acostumbrado a ver al gobierno como un ente lejano, torpe, burocrático… pero no debería ser así. Porque cuando tiembla, cuando se inunda, cuando un cerro se viene abajo, el gobierno no debería ser un espectador con cuenta de Twitter. Debería estar ahí, antes, durante y después. No como benefactor, sino como servidor. No para tomarse la foto, sino para cargar la pala, para abrir caminos, para garantizar techo, agua, abrigo, vida.

Pero no. Lo que tenemos son autoridades que aparecen sólo cuando las cámaras también lo hacen. Funcionarios que recorren zonas afectadas con botas limpias, como si pisar el lodo fuera opcional. Y mientras tanto, es la gente la que se organiza, la que cocina, la que rescata, la que dona, la que se la rifa. México no se cae porque su gente no lo deja caer. El problema es que nos gobiernan como si no existiéramos.

Y ojo, que ésto no es nuevo. Es estructural. No importa quién esté en el poder: Cada sexenio, cada administración local, cada nuevo nombre en la boleta viene con la promesa de que ahora sí, que esta vez habrá prevención, infraestructura, coordinación… y lo que hay son excusas, recortes, negligencia.

Tal vez por eso duele tanto: Porque lo vimos venir. Porque sabemos que va a llover, que va a temblar, que habrá incendios, que el cambio climático no espera promesas electorales. Y aún así, actuamos como si no supiéramos nada. Como si todo fuera sorpresa.

Hay que decirlo claro: No es falta de recursos, es falta de voluntad. No es falta de conocimiento, es falta de responsabilidad. Gobernar no es salir en la tele con cara de compungido. Gobernar es tener las alertas listas, las rutas de evacuación claras, los refugios equipados, el presupuesto etiquetado y las botas puestas antes de que el desastre toque la puerta.

¿Queremos un gobierno que actúe sólo en campaña o uno que funcione cuando la vida está en juego? Porque las lluvias no votan, pero arrastran lo que no se hizo a tiempo. Y cada vez que pasa, volvemos a preguntarnos lo mismo: ¿Dónde están cuando más se necesitan?

Tal vez la respuesta sea más dolorosa de lo que estamos dispuestos a aceptar. Tal vez no están porque nunca han estado. Y si no exigimos que estén, si no dejamos de normalizar este abandono sistemático, entonces lo que sigue no será sólo lluvia. Será resignación. Y eso sí que sería un desastre sin remedio.