Ayer en mi infancia, cuando solíamos pasar los fines de semana en la casa de los abuelos maternos, veía extasiado cómo mi abuela Isabel, le prodigaba desmedidas atenciones a mi padre, cuando éste, después de haber saludado a algunos de los amigos de San Francisco, Santiago N.L., llegaba hasta la cocina, aun con guitarra en mano, esperando que Chabelita le pidiera alguna melodía, mientras ella terminaba de preparar la comida, y después de complacerla, se sentaba a la mesa dispuesto degustar los deliciosos platillos regionales que le preparaba; al término de la sobremesa, al mostrar la típica somnolencia postprandial, mi padre se alistaba a dormir una siesta, preparándole mi abuela la mejor cama para que se dispusiera a descansar.

Nunca llegué a preguntarle a mi adorada viejita por qué lo hacía, pues prefería imaginar, que lo que estaba viendo eran muestras indiscutibles de un amor sincero. Si bien mi padre no era ajeno a esa distinción, se dejaba mimar cuando la abuela se acercaba y suavemente le acariciaba la cabeza y le estiraba una de las orejas, logrando con ello que aquel grandulón pasara su fuerte brazo por la delgada cintura y la acercara hacia él regalándole una enorme sonrisa, mostrando de esa manera su gratitud por tan especial trato.

Cuando por fin, mi padre, se dirigía a la cama y se quedaba dormido, yo me retiraba a un lugar solitario del caserón para meditar sobre aquella hermosa experiencia, y entusiasmado, me prometía a mí mismo, que cuando yo tuviese la maravillosa oportunidad de tener una suegra, me esmeraría los suficiente, para que ella fuera tan cariñosa como mi abuela con mi padre.

Y así fue, que llegado el tiempo de buscar pareja, conocí durante mi noviazgo con María Elena, a doña Tulitas, mujer hermosa, de lindos ojos, que a través de su mirada decía todo; sin duda fui muy afortunado de caerle bien, pues así lo sentí desde el primer momento; fiel a mi propósito de la infancia, me dediqué a ganarme no sólo su afecto, sino su amor.

Sabedor de su buen afecto por las plantas, los antojos y las frutas, en cada visita le llevaba un obsequio y ella cada vez más feliz con su futuro yerno. Seis años de noviazgo pasaron en un abrir y cerrar de ojos, y al consolidarse el matrimonio Beltrán Rodríguez, pasé a ocupar un lugar especial en el corazón de Tulitas; y aun queriendo darle un valor agregado a nuestra familiaridad, aprendí un poco de guitarra para emular a mi padre, para cerrar con broche de oro nuestra relación; más adelante me convertí en su médico familiar y pasado el tiempo, un día como el de antier, cuando el Señor la llamó, la despedí tomándole la mano, antes de llegar su último aliento, mirando cómo la luz de aquellos hermosos ojos se iba apagando.

En memoria del tercer aniversario luctuoso de Doña María Gertrudis González Alanís.

Correo electrónico: enfoque_sbc@hotmail.com