“Y entretejiendo una corona de espinas, se la pusieron sobre la cabeza, y una caña por cetro en su mano derecha; y con la rodilla hincada en la tierra le escarnecían diciendo: Dios te salve, Rey de los judíos.” (Mt 27:29)

Y paseando entre los arbustos de aquella tierra que hice mía, sin haber nacido ahí, en aquella comunidad, que siendo pueblo, no conocía de asfalto ni concreto, de ahí que sus calles, la mayoría, por no decir todas, eran de un aplanado de tierra de color un tanto amarillo, otras veces blanco, y que con el paso continuo, se convertía en polvo, que el viento llevaba hasta el caserío de adobe o sillar, entrando, cuando se dejaban los postigos abiertos de las puertas de gruesa y burda madera, cubriendo de fino polvo los escasos muebles  que la gente tenía, y a esa edad temprana, solía de vez en cuando deambular sin camisa, de tal manera, que la piel del tronco era expuesta y recibía los rayos del sol, que en aquel entonces, solía compadecerse de los que inocentemente confiábamos en su nobleza, de ahí que éramos bañados de cabeza a los pies con la luz y su energía a punto del mediodía; fue entonces, cuando al pasar cerca de un huizache, este, a manera de saludo o advertencia, rasgó la piel de mi antebrazo izquierdo, y al ver salir  sangre de una línea que parecía trazada  con una regla, de pronto, mi yo niño se preguntó en voz alta: ¿De qué árbol serían las espinas de la corona de Cristo? ¿Acaso serían de huizache? Y quien iba a mi lado, sin yo saberlo me contestó: No importa de qué cardo provienen, ni si eran pequeñas o grandes, lo mismo hieren la piel del inocente, cuando son colocadas en su cabeza, más, hay coronas que duelen más cuando se debe de pagar por los pecados ajenos, pero que se portan con tal nobleza y humildad porque por cada gota de sangre que se pierda, habrá de recordar la victoria del cordero de Dios, que por amor se sacrificó para salvar al pecador y darle esperanza a su vida. Es esta pues la Corona de Cristo.

Que las espinas que lleguen a herirte en la vida, no te causen más dolor que el que creas merecer, y te dejen como lección, que puedes sanar, si recibes de corazón, el amor de Jesucristo, perdónate a ti mismo y perdona a tu prójimo.

Dios bendiga a nuestra familia, nuestra patria y al mundo entero. Dios bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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