“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5:7)

Seguramente, la misericordia nos ha acompañado desde que tenemos uso de razón; la he vivido como niño, como joven y como adulto; ella aparece en cuanto nuestro corazón nos avisa que alguien está sufriendo, entonces aparece la compasión y la imperiosa necesidad de abrazar al desvalido, o de hablarle con tal ternura que puedan nuestras palabras ser como un verdadero bálsamo sanador.

Cuando niño, muchas veces abracé a mi madre con la misericordia, sé que por amor lo hacía, con el amor que Dios y su infinita misericordia me obsequiaba desde siempre. De niño también abracé a mi hermano mayor, cuando por algún motivo sufría, lo abracé con amor, porque lo amaba y lo sigo amando con el mismo amor que el Padre Celestial me ama, no podría ser de otra forma, Él nos mostró el camino de la misericordia.

De joven amé a mis amigos y en su sufrimiento también los abracé con la misericordia, sin duda los amaba y los amo con el mismo amor que Jesús amó a sus amigos. De joven también mi corazón abrazó con misericordia a la mujer que igualmente mostró su misericordia conmigo; la sigo amando desde entonces y ambos derramamos nuestro amor sobre nuestros hijos, entonces nuestra misericordia, cuando ellos eran niños, consistía en abrazarlos y hacerles sentir cuánto los amamos, cuando enfermaban y el dolor vencía su resistencia, o cuando por accidente se caían y sufrían una lesión; lloraban con tanto sentimiento, que nuestro corazón misericordioso salía a su encuentro para sanar sus heridas.

La misericordia también me ha acompañado en el desempeño de mi profesión y la he derramado entre los que sufren, todo esto lo he hecho de corazón, porque he amado a mi prójimo como ha sido la voluntad del Padre.

Dios bendiga a nuestra familia y bendiga todos nuestros domingos familiares.

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