“Porque la mujer casada no es dueña de su cuerpo, sino que lo es el marido. Y así mismo, el marido no es dueño de su cuerpo, sino que lo es la mujer. No queráis, pues, defraudaros el derecho recíproco, a no ser por algún tiempo de común acuerdo, para dedicaros a la oración; y después volver a cohabitar, no sea que os tiente Satanás por vuestra incontinencia” (1Corintios 7:4-5).
Sin duda siempre ha sido difícil entender las relaciones humanas, y más las existentes entre un hombre y una mujer, que en un momento dado de su vida, deciden unirse para formar un hogar y con él una familia. Si bien, el influjo motivado por las hormonas despierta el deseo y es la belleza una invitación para establecer los puentes de la comunión corporal, no siempre esa atracción, responde a un llamado divino para establecer una alianza sacramentada que garantice la consolidación de las bases de la edificación espiritual, porque hombre y mujer, no se desligan del todo de su naturaleza humana y por ende de sus instintos primitivos.
Es imprescindible que cuando en una pareja se vislumbra el momento de la planificación de conformar un sólo cuerpo, los futuros contrayentes de la unión sacramentada, lleven su juicio más allá de la intensión de complementarse mutuamente solo en cuerpo y mente; porque está demostrado, que aquellas uniones forjadas únicamente en la influencia del deseo o de la ilusión, tarde o temprano terminarán por seguir buscando en otra parte, lo que piensan no encontraron en lo que de inicio les había parecido la relación ideal para allegarse la felicidad.
Nadie que no conozca el verdadero amor, puede asegurarse la felicidad en una relación; aquél que se enamora de sí mismo, exigirá siempre para sí un amor condicionado, el amor que le permita tener todo lo que anhela sin dar nada o dando poco, pero siempre evidenciando un espacio interior difícil de satisfacer, precisamente, porque no conoce el verdadero amor.
El amor verdadero no exige para sí ninguna recompensa, porque su mayor felicidad está en hacer felices a los que ama, es en la felicidad de los demás, donde encuentra la razón de existir, y si bien es cierto, que el amar puede causar dolor, ese exquisito dolor causado por la entrega total, tiene su recompensa al final de los tiempos, porque va caminando sobre las huellas que dejó a su paso el divino Salvador.
Hoy inesperadamente llegué a casa de mi madre, cuando ella me vio se le iluminó la cara y aplaudió mi llegada; qué alegría sentimos mutuamente por nuestra cercanía espiritual; de qué me serviría estar a su lado todos los días, si mi espíritu reflejara la inconformidad de mi cuerpo y de mi mente; el amor no admite reniego, el amor es entrega.
“Nadie vio jamás a Dios. Pero si nos amamos unos a otros por amor suyo, Dios habita en nosotros, y su caridad es consumada por nosotros. En eso conocemos que vivimos en él, él en nosotros, porque nos ha comunicado su espíritu” (1 Juan 4:12-13).
Dios nos dé sabiduría para tomar siempre las mejores decisiones, aquellas donde reine el amor de Jesucristo, y no nuestro primitivo instinto por desear las cosas que dificultan nuestro camino hacia la vida eterna.
Dios bendiga a nuestra familia y bendiga todos nuestros Domingos Familiares.
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