“Por tanto la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, es que todo aquél que ve o conoce al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6:40)
La vida es así, es aceptar o rechazar, es dar o pedir, pero también es amar y perdonar, más nunca desistir o renunciar al don más preciado que nos obsequió Dios.
Tal vez, en algún momento de nuestra existencia, hemos dudado de haber sido bendecidos por la gracia divina, porque estuvimos predispuestos a dar entrada en nuestros pensamientos, a aquello que nos causa pesadumbre, dolor, o algún sentimiento que genere cólera, mas, pasado el amargo trance, arrepentidos, de alguna manera u otra, pedimos perdón a Dios por tener esos aciagos pensamientos de orfandad.
Sí, la vida es un ir y venir, un hablar y escuchar, e incluso es un responder a la adversidad con acciones de reproche por todo lo que consideramos, atenta contra nuestra integridad física, mental o espiritual; pero nunca un buen cristiano enfrentaría a Dios para reclamarle el hecho de que le estuviera yendo mal en la vida, porque por su fe, sabe bien, que él tiene el apoyo incondicional de un Padre amoroso.
Cuando el peso de tus congojas amenaza tu vida, pienso primero, que ésta no te corresponde como para disponer de ella como si fuera tuya, Dios te la obsequió y será él el que disponga de ella cuando así lo desee; algo me queda claro sobre la voluntad del Padre celestial, es que su deseo es que disfrutemos la existencia y para ello nos ha dotado de todo lo indispensable para allegarnos la felicidad.
La vida es un rechazar o aceptar y está dentro de nuestro albedrío el rechazar todo aquello que dañe nuestro cuerpo y nuestro espíritu, no permitamos que la energía negativa que abunda en nuestro entorno cambie los planes de Dios, cada vez que sintamos el embate de lo que intenta que no cumplamos con la voluntad del Señor, cerremos nuestra mente a la negatividad e invoquemos el nombre de Dios para que su poder obre en nuestro ser y nos ayude a derrotar al enemigo.
Señor, defiéndeme de mí mismo y no permitas que dañe mi cuerpo y mi espíritu, porque ambos te pertenecen, permíteme seguir luchando por ser una buena custodia del don de la vida, que por tu gracia recibí el día en que pensaste que podría contribuir a ayudar a sanar a mi prójimo.
Dios bendiga a nuestra familia y bendiga todos nuestros Domingos Familiares.
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