“Entretanto, prosiguiendo Jesús en instruirlos, decía en alta voz en el templo: Vosotros pensáis que me conocéis, y sabéis de donde soy; pero yo no he venido de mí mismo, sino que quien me ha enviado es veraz, al cual vosotros no conocéis. Yo sí que lo conozco, porque de él tengo el ser, y él es el que me ha enviado” (Jn 7: 28-29).
Cuando fui estudiante universitario, mis días y mis noches parecían no tener un límite definido; al término de mi carrera, en el internado de pregrado y el servicio social, todo continuó igual; después vinieron los inicios del día, a las 4:00 hrs. y sus términos a las 24:00 hrs; éste perenne breve cerrar y abrir de ojos, me preparaba para un futuro estilo de vida sumamente agitado e intenso, en apariencia muy ocupado, como para pensar que hay situaciones en el tiempo, que requieren de ser vividas tan lentamente para estimar su gran valía.
Con el tiempo, aprendí a vivir tan rápidamente como podía, pensando que así me lo estaba exigiendo la vida, en ocasiones, me detenía un poco a pensar por qué vivía tan de prisa, pero seguía sin entenderlo, y en ese ir y venir tan vertiginoso, existía inexplicablemente un hecho paradójico: tenía el suficiente tiempo para escuchar a los demás, y si me lo pedían, para darles un consejo.
Hoy, parece que de tanto correr, el mismo tiempo va frenando todo aquel acelere, que, por cierto, nunca me hacía llegar más temprano a mi destino, todo habría de ocurrir cuando Aquél, que conociéndome mejor que yo, marcaba el tiempo, para que cada preciso instante de mi vida ocurriera en su momento.
Si pudiera, en estos momentos, tener en brazos a Diego Salomón, el más pequeño de mis nietos, tratando de calmar su llanto, compartiendo su risa, y frenar esa prisa que tendrá por correr, estaré tratando de cumplir con el que me dio el ser, con el que me ha enviado a vivir tantas y tan gratas experiencias, en un mundo que parece que ya no tiene tiempo de escuchar nada, porque tiene un terrible temor de que su tiempo llegue a su término, sin haber vivido lo suficiente, como para comprender el verdadero significado de su existencia.
Espero que un día tú sí me escuches, Diego Salomón, que en este breve espacio y esta fracción de tiempo, en el que Dios ha dispuesto para conocernos mejor, mis palabras lleguen tan profundamente en tu ser, y que un día, cuando tengas tus propios nietos puedas recordarlas.
“Yo por mi parte les he dado y daré a conocer tu nombre, para que el amor con el que me amaste, en ellos esté, y yo mismo esté con ellos. (Jn 17:26).
Dios bendiga a nuestra familia, y nos hable continuamente a través de su unigénito Jesucristo, y que nos de la capacidad de sembrar su palabra tan lentamente como requieran nuestros hermanos, hasta que germine y dé abundantes frutos en el corazón. Dios bendiga todos nuestros Domingos Familiares.
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