“En ese mismo día dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén el espacio de sesenta estadios; y conversaban entre sí de todas las cosas que habían acontecido. Mientras así discurrían y conferenciaban recíprocamente, el mismo Jesús juntándose con ellos caminaba en su compañía; más sus ojos estaban como deslumbrados para que no lo reconociesen” (Lc. 23:13-16)

El diálogo era como una daga de dos bordes filos, fuera de la empuñadura, por donde la tomaran hería, más que la inteligencia ofuscada, lo más triste de  la conversación, era la ausencia del amor en el sentido propio de las palabras, sobresalían, pues, las recriminaciones mutuas, los defectos, las descalificaciones, más que un diálogo entre extraños, que por no conocerse suele, de entrada, ser cortés, parecía un lucha verbal entre dos acérrimos enemigos; y estaban tan ofuscados, uno, tratando de esclarecer las dudas y las malas interpretaciones, otra, negándose rotundamente a escuchar explicaciones de aquél al que ya no le tenía confianza, y probablemente deseaba ya no seguir amando, porque  así podía desquitar sus frustraciones sin remordimiento, por eso, había llegado al punto de preguntarse si realmente lo amaba, porque, no se explicaba que si sentía amor por él, jamás hubiera permitido que la insidia o el rencor, asentarán su residencia en un corazón que había tenido la oportunidad de haber conocido el verdadero amor.

Pero es que la vida, siendo tan maravillosa y dulce, en ocasiones termina por tornarse horrible y empalagosa; porque no es lo mismo paladear la gloria y ver como otros buscan afanosamente endulzarse con lo que rebosa de aquello que se aprecia perfecto. Los malos días empezaron a convertirse en meses y los meses en malos años, y siempre, al tratar de arreglar sus diferencias, aparecía aquel muro de la ignominia, y cualquier vestigio del amor que los había unido, desaparecía; la filosa daga de la intransigencia amenazaba con horadar la unidad divina, y fue entonces cuando sin darse cuenta, alguien más estaba siempre presente en los difíciles momentos de la verdad; mas, la ceguera de la inconciencia no les permitía verlo, pero, sí tenían la oportunidad de escucharle a través de su conciencia, cuando llegaban aquellos momentos de paz a su alma. A ella le hablaba dulcemente y la invitaba a ver con los ojos del corazón, porque bien sabía, que es ahí donde reside la pureza de los sentimientos buenos, y siendo el amor el mayor de ellos, éste es inmune a los conflictos menores del exterior, por eso permanece eternamente inalterable. A él, lo reprendía con palabras de Padre y le recomendaba repasar sus enseñanzas, y le hacía ver que el único camino para ganar la vida eterna era renunciar a sí mismo.

En verdad les digo que lo más difícil de lograr en este mundo, es allegarse el amor verdadero de su familia, porque así como el Padre celestial se empeña en que todos sus hijos seamos buenos y alcancemos la vida eterna, así, en cada familia, cada uno de sus miembros antepone sus intereses a los intereses comunes que emanan del amor, porque aquél que es misericordioso con los extraños, pierde toda ganancia, cuando no lo es con los suyos; y aquél que reprochándole al otro la falta del amor por el prójimo, no se compadece del que igualmente reclama para sí misericordia, y no se le concede por procurársela a los demás.

Todos merecemos ser escuchados y comprendidos, todos merecemos ser perdonados de corazón y no sólo de palabra.

Oremos para que Dios nos conceda sabiduría y para que ésta siente su residencia en el corazón y no en la mente, porque se puede tener justificadamente la razón y ser duros de corazón.

Dios bendiga a nuestra familia y bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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