“Mis queridos hermanos, tengan presente esto: Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse” (Santiago 1:19).

¿Y desde cuándo estás expuesto a las inclemencias de la tormenta?  Desde niño, le contestó al Señor. ¿Y por qué no te mueves de ahí? No lo sé, contestó el hombre, tal vez esté esperando a que tú me salves. Te has dejado azotar por el viento frío, tu cuerpo yace siempre mojado y temblando, y ese rictus de dolor y de tristeza que refleja tu rostro, siempre está presente. ¿Por qué no te has puesto bajo el resguardo de tu hogar? ¿Por qué no calientas tu cuerpo con la cobija de la misericordia? Desde el primer día que hablaste conmigo yo te dije que jamás te dejaría solo, te recuerdo sentado en el piso, en medio de aquel solitario lugar, mirabas al sol y el sol inclemente  te hacía llegar sus rayos candentes deshidratando tu cuerpo, más el sol tuvo piedad de ti al ver tu necedad, pero valorando también tu fortaleza, por eso puso frente a él una densa cortina de nubes, pero tú seguías retando al sol, por eso decidí enviarte a un amigo, de la nada surgió un frondoso árbol de follaje espeso, mismo que fue creciendo al mismo tiempo en el que tu cuerpo crecía, de tal manera, que siempre te protegió con su sombra, y viendo el sol que ya podía iluminar el resto del mundo, retiró la cortina de densas nubes, para iluminar y darle calor a todo cuanto en el mundo habitaba. Sí, lo recuerdo, respondió el hombre, más como en aquél entonces era sólo un niño, no comprendía lo que pasaba, si al menos hubiera escuchado tu voz decirme, que aquella tormenta podría durar tanto, que no era culpa mía el que se hubiera formado, entonces yo me hubiera retirado de inmediato. Te lo dije tantas veces, pero era tanto tu dolor que por ello perdiste la vista y el oído, más la luz siguió encendida dentro de ti; yo no haría nada que pudiera dañarte, pero tú me dijiste que te dejara caminar por ese sendero, que de ser tan ancho se volvió tan estrecho, que te iría impidiendo seguir avanzando. Sí, mi Señor, estuve ciego y estuve sordo lo reconozco, pero me era indispensable para no ver, ni oír lo que a mi espíritu lastimaba; esas amargas experiencias me volvieron fuerte, más no me volvieron sabio, de ahí que cada vez que caía, sacaba fuerzas no sé de dónde, para levantarme y seguir caminando. Sí, yo también caí varias veces, dijo  Jesús, porque cada caída representaba una oportunidad para todos aquellos carentes de fe, para que vieran reflejado en mí, el dolor de sentirse solos y perdidos, sin amor, sin paz, y que en franco arrepentimiento, recuperaran la fe y esperanza, al creer en mí, porque Yo Soy el Cordero de Dios que quita el sufrimiento al mundo, y todo aquél que en mí cree, estará a salvo de sí mismo y de todo mal que se genera por la ceguera y sordera del hombre ¿Crees tú en mí? Sí, mi Señor, tú sabes que creo y que te amo. Entonces retírate ya de la tormenta, porque ya no sólo eres fuerte, sino que posees la suficiente sabiduría para vivir en paz contigo mismo y vivir en paz con tu prójimo, perdónate a ti mismo y perdona a los demás.

Señor, qué afortunado soy por tenerte siempre a mi lado, por sentirme amado por ti, por tener a alguien que me escuche y me guíe cuando por mi necedad camine a ciegas y sordo por el camino de mis torpezas.

Estimados lectores, no desestimen las oportunidades para hablar con el Señor, él esta presto a escucharlos, cuando parezca que por los ensordecedores ruidos de los truenos de la tormenta, pareciera que la luz de su vida quedara a oscuras, al caminar por la desesperanza.

Dios bendiga a nuestra familia y bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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