“Un día estando Jesús orando en cierto lugar, acabada la oración, dijole uno de los discípulos: Señor, enséñanos a orar, como enseño también Juan a sus discípulos. Y Jesús le respondió: Cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado el tu nombre. Venga a nos el tu reino. El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Y perdona nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación” (Lc. 11:1-4).
Bienaventurados los padres cuyo corazón alberga con tal pureza el amor incondicional de sus hijos, que no exista motivo de reproche, ni de uno, ni de otros. ¿Cómo podría lograrse tal bienaventuranza? Difícilmente puede existir armonía total en una relación filial porque además de los aspectos biológicos, intervienen factores propios de los roles que desempeñan cada uno dentro de la relación, donde intervienen las diferentes formas de pensar y actuar y que ocasionan desacuerdos; más si el amor es el común denominador en el sentir de las partes, seguramente, habrá suficiente criterio para evitar acciones que puedas ensombrecer esa unidad.
Que la distancia no sea causante del olvido, mucho menos la cercanía indolente, que se dé con toda naturalidad el trato cordial y frecuente, que se colme amor cada entidad floreciente de abrazos y besos, que estén los mejores valores presente, pero sobre todo, que descanse la buena relación en el amor del Padre nuestro.
Dios bendiga a todos los padres, los ausentes y los presentes. Dios bendiga a nuestra familia toda y bendiga todos nuestros Domingos Familiares.
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