“Renovaos, pues, ahora en el espíritu de vuestra mente o interior de vuestra alma. Y revestíos del hombre nuevo, que ha sido criado a la imagen de Dios en justicia y santidad verdadera”. (Efesios 4:23-24)

¿Por qué nos resulta tan difícil promover cambios cuando llegamos a la tercera edad? He sido testigo de cómo muchas personas en su etapa de adulto joven, de haber tenido una actitud rígida, inflexible y hasta cierto punto poco humilde, al llegar a la edad de oro empiezan a declinar y se vuelven más espirituales, más tolerantes, más receptivos al dolor propio y ajeno.

Sin embargo, durante el viaje hacia la madurez espiritual, ocurren constantes tropiezos, porque el peso de la vida material sigue siendo lo suficientemente poderoso en la toma de decisiones, para efectuar cambios positivos; pareciera como si nuestra mente presentara un bloqueo y sólo pudiera responder de manera instintiva a los permanentes retos que enfrentamos como adultos mayores, y que requieren de ejercer nuestra capacidad analítica, para discernir sobre lo que está bien o está mal de aquellos eventos, donde las emociones afectivas tolerantes, tienen preponderancia sobre las que nos alertan de la posibilidad de un efecto negativo que afectan tanto a nuestro ser querido como a nosotros.

Hablo pues, de las relaciones de pareja, también de las que se dan entre padres e hijos, y entre abuelos y nietos.
Todos quisiéramos no soltarnos de la mano de aquellos que nos aman, pero con el tiempo, las relaciones humanas se vuelven muy rutinarias, de hecho, se antojan como automáticas, sólo atendemos lo básico, comer, vestir, descansar; poco a poco se van terminando las oportunidades para dialogar sobre temas de importancia para la vitalidad de la relación, para la promoción de eventos de calidad que fortalezcan los lazos afectivos.

El amor necesita nutrirse de atenciones, que física, mental o espiritualmente le den solidez y sensación de integridad al espíritu. Se puede ser muy devoto religiosamente hablando, pero, esa devoción no se traduce en bienestar integral para la persona y mucho menos para las personas con las cuales interactuamos y compartimos nuestra vida.

Si existe en ti una sensación de insatisfacción en tu relación como pareja, como padre, como hijo, como abuelo, como nieto, incluso como amigo o compañero de trabajo, extérnala, hazlo de manera honesta y humilde, es posible que la primera vez que lo hagas, encuentres una brutal resistencia de la otra parte, a escucharte, pues habrá tal insatisfacción también en ella, que seguramente echará mano de un mecanismo de defensa para tratar de protegerse, algunas veces pensando, que tratas de invadir su privacidad, o violentar sus derechos, o probablemente que te quieres desquitar por alguna situación del pasado no resuelta.

Si no logras hacer que te escuchen la primera vez, busca alternativas para hacerte oír, pero siempre cargadas de humildad y sinceridad, para que se abra el canal de la misericordia; invita a la otra u otras personas a renovarse, a renacer en Cristo, a reiniciar, desempolvar o acrecentar el amor que los ha unido, pues este sentimiento jamás perderá su valor, jamás perderá su brillo, jamás podrá alejarse del interés supremo de nuestro Señor, porque en eso se basa su Evangelio.

Detén la loca carrera hacia la nada, no se ama más por el hecho de brindar más servicios o atenciones materiales, por resolver momentáneamente los problemas de los demás, olvidándote del amor que debes de sentir por ti mismo; tu puedes sanarte, si te das la oportunidad de amarte.

Dios bendiga a nuestras familias y bendiga con abundante amor todas nuestras relaciones humanas. Dios bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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