Cuando fui pez, mi piel plateada reflejaba los rayos del sol y la luz que irradiaba de mi cuerpo iluminaba todo a su alrededor, de tal manera, que la oscuridad huía a mi paso y todo lo oculto quedaba al descubierto.

Cuando fui ave, me hermanaba con el viento para surcar los cielos, y así llegar lo más alto que pudiera, y de esa manera, poder estimar con justicia el valor de la libertad de la que era dueño.

Cuando posé mis pies sobre la tierra, me di cuenta de que ya no era pez, ya no era ave, era el hombre, y sin pensarlo caminé, y mis piernas me llevaron a recorrer el mundo, para descubrir lo que habitaba conmigo, y así tomar con mis manos lo que necesitaba del mundo, para saciar la naturaleza que hasta ese momento me distinguía como ser humano.

Por las noches, mientras dormía, el pez que habitaba en mí salía a buscar el océano donde era feliz, y esperaba a que los rayos del sol se reflejaran en su cuerpo plateado, para iluminar la oscuridad que habitaba en el vacío al que se había integrado.

Por las noches, cuando el pez iluminaba el camino, el ave aprovechaba para emprender el vuelo para hermanarse con el viento, y surcar los cielos para llegar a lo más alto, para saludar a la libertad que tanto extrañaba y que dejara al incorporarse al cuerpo vacío del ser humano.

Por la mañana, antes de despertar, al sentir el vacío en mi cuerpo que habían dejado el pez y el ave, desesperado gritaba en la oscuridad que dejaron, y al invadirme el miedo, escuché una voz que venía más allá del océano, más allá de los cielos, y me dijo: No los esperes más, ahora yo iluminaré tu vida con la luz que irradia del amor que te obsequio, y con ella brillarás siempre, no te faltará libertad para tomar decisiones y tomar del mundo lo que tu naturaleza te pida, llenaré tu vacío con mi Espíritu Santo, para que recuerdes que siempre estaré a tu lado; ahora despierta y vive.

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