Y cuando el primer frío se asomó, acudimos todos al llamado de la hoguera, por eso, empezamos a buscar algunas ramas secas para encender una fogata, y con algunas piedras grandes que nos sirvieran de banco, hicimos un circulo, lo suficientemente cerca para no dejar escapar el calor que emanara de las llamas de la leña encendida, y lo suficiente lejos, como para que las llamas no quemaran nuestros cuerpos, que en esa estación, para ir acordes con la caída de las hojas, se veían y sentían secos y agrietados; cuando el fuego encendió, fijamos la mirada en las llamas, mientras que nuestros oídos escuchaban el crujir de las mismas, cuando empezaba el proceso de consumirse y convertirse en cenizas. Apesadumbrados, en ratos veíamos el cielo, y como suele ser en ese tiempo, éste era de color gris melancolía, era pues, el mismo color que suele bajar el ánimo, mas no lo suficiente, como para que la nostalgia se convirtiera en tristeza.
Después de acercar las palmas de las manos a la hoguera y frotarlas como si quisiéramos despegar la piel fría, las palabras empezaron a fluir lentamente de algunos de nosotros, esto, bajo la influencia de aquel escenario primitivo; alguien dijo tener hambre, otros dos, que tenían frío, eran las cinco de la tarde y pareciera que el día se terminaría temprano, yo estaba entre los callados, observando a Gil, a Coy y a Juan Rodríguez, a Quiche, y Javier, un hermano de José el de Glafiro y a ratos veía hacia un lado y otro del terreno, podía ver con claridad, la cerca de piedras que delimitaba la propiedad del abuelo Virgilio, al fondo casi llegaba a la callejuela sin pavimentar que rodeaba la propiedad, al lado izquierdo la calle que separaba las propiedades de la casa de Ramón, Américo o Teto y Lupita Marroquín, y que colindaba con el patio de la escuela Primaria; por el otro, la propiedad de la señora Cecilia; a mi espalda, un buen tramo de terreno, antes de llegar al término de la casa grande de mis abuelos; se apreciaban las dos piletas que almacenaban el agua para el riego del solar. A los pocos minutos apretó el hambre al grupo y cada quien se comprometió a traer algo para asar en la fogata, uno de los muchachos se brincó al solar de doña Cecilia y en un mandarino seco, cortó de una enredadera, unas vainas a las que les decían Chilacayotes; Gilberto se fue a la cocina de la abuela Isabel y se trajo un par de papas; yo había trabajado días antes en la tienda con Chonita y me debía unos cuantos pesos, y fui con ella para decirle si me alcanzaba el dinero para una portola de sardinas en salsa de tomate y unas galletas saladas, Chonita me empezó a interrogar y me advirtió que no anduviéramos haciendo cosas indebidas, le dije que estábamos en el solar compartiendo alimentos, sonrió y me entregó el pedido, después me fui a la cocina y me llevé el abrelatas, un plato grande y un par de tenedores, ya con el grupo se prepararon los alimentos, las papas y los chilacayotes se fueron directo a las brasas, se preparó la sardina en el platón y minutos después compartimos los alimentos, en aquella estación intermedia de Otoño al Invierno, cuando acaso todos teníamos entre 8 y 10 años.
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